El amor de un hombre y una mujer es un misterio en su esencia. Para los creyentes, el amor es don, un signo de la presencia de Dios. El amor en la relación de pareja es fruto del lenguaje del cuerpo, de las emociones, de los gestos que van “tejiendo” el vínculo. Ser con otro supone una tarea común que se construye en cada circunstancia, en cada día. Significa una continua novedad, atravesar dificultades, tener paciencia, capacidad de entrega, inteligencia, comprensión, creatividad y disposición para disfrutar. El otro nos “talla”, somos con el otro a tal punto que, sin ese ser histórico con el que vivimos, seríamos personas diferentes.
Para reflexionar sobre el vínculo de la pareja podemos mencionar diferentes tiempos de esta relación. Si bien la experiencia de cada una es única e irrepetible, también hay ciertas cuestiones comunes que se observan en el desarrollo de un vínculo.
La etapa inicial de la pareja comienza con el enamoramiento, el noviazgo, y concluye en los primeros tiempos de la vida en común del matrimonio, que implica compromiso de convivencia, cuidado y fidelidad.
El noviazgo irrumpe con el enamoramiento. Este es un sentir que se puede expresar del siguiente modo: “Ella es quien me completa, es todo lo que estaba buscando”. Como diría Adán en el Génesis: “Esta sí es carne de mi carne, sangre de mi sangre” (Gn 2, 23). Es una etapa de explosión de sentimientos donde predomina la atracción física, uno de los componentes fundamentales del amor conyugal. El sentimiento de atracción se irá armonizando con la ternura y ambos van a ser componentes esenciales de la intimidad de pareja. La “sensación de explosión” es breve, comparativamente con la vida de una pareja. Y, desde el comienzo, se pueden sentir ciertas diferencias, que luego se consolidan y transitan para que el vínculo sea duradero.
El lenguaje del cuerpo, de las emociones, de los gestos, van «tejiendo» el vínculo.
En este momento hay un idealismo necesario: la belleza de una experiencia llena de novedades, la necesidad de alcanzar una cohesión de encarar la vida juntos. Esta etapa funda la historia de la pareja y se guarda como parte del tesoro y muchas veces es una referencia para el resto del recorrido. Esta signada por la sensación, en ambos, de completud que niega las diferencias.
Cuando el otro comienza a visualizarse como distinto, hay cierto nivel de desilusión y de sufrimiento. Las parejas lo expresan con frases como: “No es como me imaginaba, ni como creía…”. Comienzan los primeros conflictos, tensiones y negociaciones. En este proceso se sale de la sensación de frustración y se puede comprender que la diversidad enriquece, que la diferencia puede llevar a la verdadera comunión. Se alcanza a vivenciar que el otro es diferente, sin que esto se transforme en una amenaza sino en posibilidad de enriquecimiento mutuo.
Para muchas parejas el deseo común es llegar a ser una familia, pero no necesariamente es el único plan que comparten. Hay parejas que no tienen hijos pero desarrollan otros proyectos vitales de interés para ambos o su vínculo es, en sí mismo, un motivo de cuidado y edificación mutua.
Para aquellas parejas que desarrollan la vida familiar, no hay dudas de que el nacimiento del primer hijo es un momento constitutivo de la relación. Los comienza a ligar la parentalidad, ser padre/madre. Ser papás y mamás es una ocasión para que la pareja comience a tener un proyecto fuera de sí. Esto requiere un esfuerzo vinculado con la crianza, la educación de los hijos y el “ajuste” de los espacios individuales y familiares.
Este tiempo está caracterizado por el deseo de realización que trae el hijo, por nuevos ritmos de vida, la sumatoria de responsabilidades ligadas a la crianza, el desarrollo del trabajo, las nuevas tareas domésticas y la redefinición de roles de la mujer y del varón. A veces se puede vivir una limitación del tiempo, el espacio de los hijos se hace central y se puede correr el riesgo de perder la vida de la pareja en medio de las preocupaciones de la vida. En estos avatares es primordial custodiar el vínculo.
El desafío es ser pareja, ser papás y mamás, desplegar el vínculo, y encontrar el equilibrio frente a las realidades laborales, familiares, de compromiso misional o social.
Durante la adolescencia de los hijos se da un nuevo acomodamiento familiar. Se deja la dependencia “cuerpo a cuerpo” y esto conlleva a cambiar la organización familiar de la infancia para dar lugar a una nueva modalidad vincular y organizativa. Se podría decir que en la infancia de los hijos se pone el cuerpo y en la adolescencia se va retirando el cuerpo para poner el acento en la escucha y en el diálogo.
Los padres acompañan a los adolescentes en su crecimiento hasta que logran la independencia, logran plasmar sus propios proyectos y parten del hogar.
Si bien la crianza de los hijos ocupa gran parte de la vida de la pareja, cuando los hijos se van de casa, se evidencia que ellos no representan la totalidad del significado y el proyecto de la pareja.
El matrimonio es un vínculo con desarrollo y camino propio. Comienza el tiempo de reorientar objetivos, revisar el camino, saber con qué recursos se cuenta. En esta etapa una pareja que pudo atravesar los conflictos vinculares que se le fueron presentando podrá gozar de sentimientos de armonía y serenidad, porque está en la búsqueda de lo esencial.
Frente a la partida de los hijos, es inevitable el sentimiento de tristeza, dolor y pérdida, pero conjuntamente con este proceso la pareja también se nutre de la acogida de nuevos miembros de la familia: yernos, nueras, nietos, consuegros, etc.
Una vez superada esta situación de cambio, la pareja siente que vuelve a expandirse: la relación de dos vuelve a ser el centro. Hay nuevas disposiciones para el encuentro, nuevos ritmos y momentos para compartir la vida.
Esta etapa está significada por los siguientes sucesos: el nacimiento de los nietos, la jubilación, la pérdida de los padres ancianos y paulatinamente se experimenta la declinación física. Se comienza a visualizar la muerte como una posibilidad. Algunas parejas experimentan diferentes temores: a la soledad, a la exclusión social y a la muerte.
Los cónyuges entran en una nueva etapa del amor, de mayor comunión, apoyo recíproco y compañía mutua. El amor se convierte en ternura y amistad. Es así como la pareja entra poco a poco en la vejez que, si bien no está valorada por la sociedad de consumo, se distingue de otras etapas por lo recorrido, la experiencia y la sabiduría.
Claudia Ábalos
Fuente: Archivo editorial. Charla dada en un encuentro con familias en septiembre de 2016. Claudia y Sergio Sánchez participan de la Rama de matrimonios dedicados a Dios en el Movimiento de la Palabra de Dios.
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