Testamento espiritual de Benedicto XVI

Si en esta hora tardía de mi vida miro hacia atrás y repaso las décadas por las que he pasado, veo en primer lugar cuántas razones tengo para dar gracias.

Doy gracias a Dios, dador de todo bien, que me dio la vida y me guió en diversos momentos de confusión; me levantó cuando empecé a resbalar y siempre me devolvió la luz de su semblante.

Comprendo que, incluso los tramos oscuros y agotadores de este viaje, fueron para mi salvación y que fue en ellos donde Él me guió bien.

Doy las gracias a mis padres que, a costa de grandes sacrificios, con su amor me prepararon una magnífica morada.

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La fe de mi padre nos enseñó a creer y se mantuvo firme en medio de mis conocimientos científicos; la piedad y la gran amabilidad de mi madre siguen siendo un legado.

Mi hermana me ha asistido siempre con afectuoso cuidado; mi hermano, con su lucidez, resolución y la serenidad de su corazón, me ha allanado siempre el camino.

Doy gracias al pueblo de mi patria porque en él he experimentado una y otra vez la belleza de la fe.

A todos aquellos a los que he hecho daño de alguna manera, les pido perdón de todo corazón.

A todos los que en la Iglesia han sido confiados a mi servicio les digo: ¡manténganse firmes en la fe! No se dejen confundir.

Jesucristo es verdaderamente el Camino, la Verdad y la Vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su Cuerpo.

Recen por mí, para que el Señor, a pesar de todos mis pecados e insuficiencias, me reciba en las moradas eternas. A todos los que me son confiados, día a día, va mi oración de corazón.