Esta expresión del Papa que alude a quienes eligen entregarse totalmente a Dios podría ser la clave para reconocer una vida plena en el Señor.
Francisco dedica este año a la vida consagrada y nos invita a tomar conciencia de ese gran don para la Iglesia y la sociedad. ¿Qué sería la Iglesia sin san Benito y san Basilio, san Agustín y san Bernardo, san Francisco y santo Domingo, sin san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Ávila, santa Ángela Merici y san Vicente de Paúl? La lista sería casi infinita, hasta san Juan Bosco, la beata Teresa de Calcuta y el recientemente beatificado monseñor Romero. Todos ellos son hermanos nuestros que, con la ofrenda de su vida, han fraguado la historia del cristianismo.
Es así como el beato Pablo VI dijo que “sin este signo concreto (de la vida religiosa), la caridad que anima a la Iglesia entera correría el riesgo de enfriarse, la paradoja salvífica del Evangelio de perder garra, la ‘sal’ de la fe de disolverse en un mundo de secularización” (Evangelica testificatio, 3).
He aquí la importancia de valorar el don de la vida de tantos hermanos y hermanas que en la actualidad siguen los pasos del Maestro hasta configurarse totalmente con su entrega en la cruz por los demás.
Un gran don de Dios
Muchos hombres y mujeres, sintiéndose llamados por el gran Amor, eligieron la vida consagrada para expresar su seguimiento al Señor; todos ellos dan testimonio de una vida que, “enraizada profundamente en los ejemplos y enseñanzas de Cristo, es un don de Dios Padre a su Iglesia por medio del Espíritu”, afirmó Juan Pablo II en el documento Vita consecrata. Así como los apóstoles, los consagrados dejaron todo para estar con Él y de este modo contribuyen a expresar al mundo el misterio y la misión de la Iglesia, desde los múltiples carismas de vida espiritual y apostólica que distribuye el Espíritu Santo.
La cantidad y variedad de las formas plasmadas de vida consagrada en la historia “aparecen como una planta llena de ramas que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia”, expresó Juan Pablo II en el documento que aquí citamos. Así se ha desplegado la vida monástica en Oriente y en Occidente, la antigua orden de las vírgenes, los eremitas y las viudas, los institutos dedicados totalmente a la contemplación y los institutos seculares, como respuesta providencial a las nuevas necesidades que la Iglesia encuentra al realizar su misión en el mundo. Las sociedades de vida apostólica y las nuevas o renovadas formas de vida consagrada; hasta la vida religiosa apostólica, que es un testimonio espléndido y variado “de la multitud de dones otorgados a los fundadores y fundadoras que, abiertos a la acción del Espíritu, han sabido interpretar los signos de los tiempos y responder de un modo clarividente a las exigencias que iban surgiendo”.
De este modo, las nuevas formas de vida consagrada, que se añaden a las antiguas, manifiestan el atractivo constante que la entrega total al Señor, el ideal de la comunidad apostólica y los carismas de fundación continúan teniendo también sobre la generación actual y son, además, signo de la complementariedad de los dones del Espíritu Santo.
Consagración y misión
El Espíritu Santo es quien pone a las personas consagradas al servicio de los hermanos y las orienta a desarrollar tareas particulares, de acuerdo con las necesidades de la Iglesia y del mundo, por medio de los carismas que le concede a cada Instituto. Sabemos, por ejemplo, que la Familia Salesiana ha recibido en su fundador, san Juan Bosco, un carisma especial para la evangelización y promoción social de los jóvenes, especialmente de aquellos más necesitados; también podemos reconocer que las Misioneras de la Caridad han sido impulsadas por el Espíritu Santo, a través de la inspiración de Madre Teresa de Calcuta, a un servicio libre y de todo corazón a los más pobres de entre los pobres.
La comunión en la Iglesia no es uniformidad sino unidad en la diversidad; la “unidad en la diversidad” es un don del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. De esta variedad forma parte la presencia universal de la vida consagrada “que no es una realidad aislada y marginal, sino que abarca a toda la Iglesia” y que “está en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión”.
La consagración en la profesión de los consejos evangélicos –obediencia, castidad y pobreza– pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia y “esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza”.
Uno de los papeles importantes de la vida consagrada es el llamado a ser fermento de comunión misionera en la Iglesia universal, por el hecho mismo de que los múltiples carismas son otorgados por el Espíritu para el bien de todo el Cuerpo de Cristo, a cuya edificación deben servir (Cf. 1 Co 12, 4-11).
Las variadas formas de vida consagrada sostienen un peculiar vínculo de comunión con el Papa en su ministerio de unidad y de universalidad misionera, que ha permitido la expansión misionera del Evangelio y el firme enraizamiento de la Iglesia en muchas regiones del mundo.
Pero también tienen un papel significativo dentro de las iglesias particulares, colaborando con los obispos para el desarrollo armonioso de la pastoral diocesana y la edificación de la caridad en sus lugares de apostolado.
Por último, vale la pena concluir diciendo que la posibilidad de que la vida consagrada se desarrolle en la Iglesia depende de su fidelidad al carisma fundacional y a las características que el Espíritu Santo ha regalado a cada familia religiosa, respondiendo a la triple orientación que presenta el carisma:
- hacia el Padre, que anima a la persona consagrada a ser toda de Dios;
- hacia el Hijo, cultivando una comunión de vida con Cristo que enseña a ofrecerse en el servicio generoso a los hermanos;
- hacia el Espíritu Santo, que dispone a dejarse conducir y sostener por Él.
Por lo tanto, se trata de desarrollar una fidelidad creativa y dinámica al carisma recibido. ¡Que este año de la vida consagrada sea para toda la Iglesia la posibilidad de celebrar y agradecer el regalo de tantos hombres y mujeres, que entregando su vida al Señor en un seguimiento radical, irradian la presencia viva de Jesús en toda la tierra!
P. Juan Bautista Duhau, MPD
Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 198 (JUL-AGO 2015)