Editorial de la Palabra de Dios

Hace tres años, al asistir a la Vigilia de Pentecostés, tuve por primera vez en cuenta el tema del sexo en la confesión. El sacerdote me habló de la virginidad del corazón y del valor de la lucha para alcanzarla.  “Tenés que dar el salto;  si creés que es bueno debés animarte a ser fiel a tu creencia” -me animó.

Hasta entonces yo había hecho oídos sordos a Dios, sin reconocer su Verdad, negándola con mi indiferencia y mis verdades: “lo nuestro es amor”, “es tan pura nuestra relación”, “cómo se puede molestar Dios por esta comunicación que nos une…”

Dios no dejó de llamarme y un día, por fin, sus palabras me tocaron; comencé a sentir que algo andaba mal, que los argumentos que esgrimía me los había inventado yo misma, con ayuda, aunque me creyera exenta de ello, de ese mundo externo que, respaldado por el tentador, se burla de la castidad.  Mi conciencia incorporó la inquietud del pecado y ya no pude seguir haciendo oídos sordos. Pero ella se tomó su tiempo, confesando primero que no se sentía pecadora aunque sí confundida.

Iniciaba una nueva senda y aparecía el primer obstáculo: mi novio no se sentía impulsado a caminar conmigo.

El éxodo no ha sido fácil, aunque Dios me ha regalado varias “armas” para transitar. ¡Cómo me ha ayudado la confesión!, sobre todo a palpar el valor del sacramento del matrimonio, su antes y el después. Mucho he ido descubriendo también a través de la lectura del Catecismo de la Iglesia Católica:

“La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. El hombre logra su dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados.

“La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un fruto del trabajo espiritual.  El Espíritu Santo concede, al que ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo.

“Los novios están llamados a vivir la castidad en la confidencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal.  Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad.”

Desde el inicio del camino comunitario, encontré un sostén invalorable. En la segunda reunión que el Movimiento de la Palabra de Dios ofreciera para quienes nos lanzábamos a prolongar las Jornadas de Pascua del ’96, se dio un anuncio que vendría a fortalecer mi compromiso respecto a la opción por la castidad.

Ese día reflexionamos sobre “El éxodo de la vida vieja a la vida nueva del Dios vivo”. A través del libro del Éxodo (Cap. 1, 8-16 / Cap. 2, 23-25 y Cap. 3, 1-10), nos planteamos cuáles eran nuestras esclavitudes, nuestras opresiones, nuestros Egiptos hoy. Al final del encuentro, cuando yo ya había descubierto que era el sexo el aspecto en que seguía desconociendo un tanto a Dios, Él nos regaló una cita del Evangelio, que a mí me hablaría sobre una sensación que me acompañaba desde hacía un tiempo: si yo no continuaba mi éxodo estaría perdiendo la oportunidad para algo; ¡Y Dios, no puedo dejarla pasar cuando siento que tiene que ver con mi inmenso deseo de ser esposa y madre llena de amor para ofrecer!

Realmente, el Señor sabe en qué momento necesitamos un salvavidas;  El sabía que en esos días yo me apegaba a cualquier argumento que descartara la necesidad de la lucha, sabía que estaba por dar a mi compañero la “buena noticia” de que volveríamos atrás. Pero antes de que sucediera, Dios Padre me salió al encuentro, mostrándome que todo esto se trataba de una OPORTUNIDAD relacionada con mi peregrinaje a esa familia que pretendo sólida, fundada en fuertes vínculos de amor, construida sobre la roca.

Mi opción no se ha fundado en un rechazo al sexo, sino en su valorización; no ha significado esta lucha un atentado contra mi cuerpo ni el de él, sino desarrollar el respeto por ambos, por los cuerpos de quienes serán elegidos algún día como insustituibles en la vida del otro.

Ha motivado esta opción el deseo de ser “madre” con mayúsculas: formadora en mi vientre de un niño concebido como bendito propósito, buscado con todo el amor que se es capaz de demostrar, esperado con toda la madurez que alcanza el corazón cuando se ha preparado para ese feliz momento, formadora de un niño a educar en la vida con esa misma inspiración con la que fuera concebido.

Y la Palabra de Dios me ha sostenido: “La convicción que tienes, debes guardarla para ti mismo delante de Dios.  Feliz el hombre que no actúa en contra de su conciencia al tomar alguna decisión.  En cambio, quien come a pesar de sus dudas, se condena, porque no obra de acuerdo con lo que cree, y todo lo que no hacemos de acuerdo con lo que creemos, es pecado”

(Rom 14, 22-23)

En la espera de que mi novio fuera haciendo propia esta búsqueda, me han dado fuerzas  -y esperanzas respecto a él- esas palabras que, a orillas del lago, contestó Jesús a Simón Pedro cuando le preguntó: “¿Y qué va a ser de éste (por Juan)?”:

“Si yo quiero que permanezca hasta mi vuelta, ¿a ti que te importa?  Tú, sígueme”.

V.E.Z.

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº115 – Noviembre 1998