Una situación inesperada de salud de su hija renovó su fe ante la incertidumbre de lo que se avecinaba.

Amanece y comienza un día más. Todos son distintos; algunos más difíciles que otros. A desayunar y a ponerse en movimiento…
Ya era la hora del almuerzo, cuando sonó el teléfono de mi esposa y escuchamos la voz de mi hija menor, angustiada, con un sonido ahogado, que decía: “Mami, no puedo respirar”. Al escuchar, le dije: “Bajá ya al estacionamiento que salimos con mami para allá, vamos a llevarte a una guardia médica”.
Así lo hicimos, subimos a mi automóvil. Ella, atrás con el vidrio bajo para que entrara aire fresco, y yo conducía.

Cada vez que la miraba por el espejo retrovisor y veía cómo se ahogaba, le decía que tratara de relajarse y controlar la respiración. Cuando llegamos al lugar, había mucha gente para atenderse y tardarían demasiado en ocuparse de ella. Rompiendo los reglamentos de espera, entré a la guardia, tomé del brazo a un médico y al comentario de “mi hija no puede respirar”, lo llevé hacia donde ella estaba, pidiéndole que por favor le aplicaran oxígeno. Así lo hizo.

Con la convicción del fruto que daría la oración, nos aferramos a su mano y, durante todo el tiempo, no parábamos de hablarle.


Me quedé entonces en la sala de espera como me indicaron. En ese momento, llegó el esposo de mi hija.
Después de un rato, y en la creencia de que no sería nada grave, porque no había antecedentes de salud que nos debieran preocupar, mi yerno me dijo que volviera a casa, que él me tendría al tanto de cómo evolucionaba la situación.

Realmente pensé que era un pico de estrés o de ansiedad y, en la tranquilidad de que me avisarían sobre cómo iba todo, volví a casa.

Pasaron las horas, mientras intercambiábamos mensajes con mi yerno. Él me decía que había que esperar, hasta que volvió a sonar el teléfono. Me decía que por favor fuera a acompañarlo porque aún no había novedades y que solo le decían que espere… Y, eso, desespera a cualquiera.

Llegué lo más rápido que pude a la clínica. Al entrar, encontré a mi yerno totalmente desconcertado, quebrado anímicamente y con una bolsa de nylon en sus manos con todas las pertenencias de mi hija.
Nos fundimos en un abrazo y, quebrantado, me comentó que mi hija estaba muy grave y que la trasladaban a la Unidad de Cuidados Intensivos de un sanatorio que estaba a unos metros de allí. Realmente, sin entender qué estaba pasando, nos dirigimos al lugar.

Otra vez, la espera y la angustia de no saber qué sucedía; otra vez el “la están atendiendo”. Así pasaron varias horas hasta que, ya de madrugada, un médico llamó a mi yerno y le informó que mi hija estaba muy grave, que permanecería en cuidados intensivos, que se encontraba en “coma”, intubada y que el pronóstico “no era alentador”. Nos dijo que nos fuéramos a casa, que ellos nos mantendrían al tanto, ya que por los protocolos del COVID-19 de ese momento, no podíamos quedarnos a esperar en el establecimiento.

Cuando salimos a la calle recuerdo que doblé mi cuerpo, comencé a llorar, apoyé mis manos sobre mis piernas y sentí un dolor profundo que me atravesaba completamente, entonces pasó por mi mente el pasaje de la Biblia donde Simeón le dice a María: “Y una espada te atravesará el corazón” (Lc 2,35).
Cuando me pude incorporar, alcé los ojos al cielo y repetí: “¿Para qué, Dios?” Y con ese dolor, me dirigí a casa donde me esperaba mi esposa…

Leelo completo comprando la revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº248 – OCT 2023 – Por Eduardo Dacuña