Ha comenzado un tiempo de gracia, para detenerse y contemplar el amor que Jesús donó en la cruz por cada uno de nosotros.

Cuando el Señor manifiesta: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, he oído sus gritos de dolor…” (Cf. Ex 3, 7-8) y decide liberarlo, no le propone “obras de penitencia y de renuncia”, sino que lo invita a caminar, porque quiere conducirlo a la tierra de la libertad. En ese camino, que duró cuarenta años, el pueblo experimentó la fatiga del viaje, la falta de agua y de comida, la presencia de serpientes venenosas y la continua tentación de volver hacia atrás. Hoy, el Señor nos hace esta propuesta: salir del Egipto de nuestras idolatrías y comenzar el camino para llegar a la libertad de los hijos. Estos conceptos los expresa muy bien el Prefacio V de Cuaresma: “Tú abres a la Iglesia el camino de un nuevo éxodo a través del desierto cuaresmal, para que, llegados a la montaña santa, con el corazón contrito y humillado, reavivemos nuestra vocación de pueblo de la alianza, convocado para bendecir tu nombre, escuchar tu Palabra, y experimentar con gozo tus maravillas”. Como Israel, también nosotros sentiremos el cansancio, tendremos hambre y sed, seremos arrebatados por la tentación de volver a Egipto. Sin embargo, queremos continuar nuestro viaje, sin duda fatigoso, que nos llevará a gozar de la belleza de la mañana luminosa de Pascua.

Tiempo de la contemplación

Durante un tiempo, todos tomamos en serio el camino cuaresmal y lo llevamos adelante diariamente hasta que nos enfrentamos a la seducción de la vida. Un motivo por el cual esto ocurre podría depender de que no alcanzamos a tener en claro qué es más importante: lo que Dios quiere hacer por nosotros, y no aquello que nosotros queremos hacer por él. En otras palabras, quisiéramos vivir la Cuaresma más como tiempo de ascesis que como tiempo de gracia. Esto significa entonces que, más que “hacer”, debemos aprender a contemplar.

Contemplar a Cristo crucificado puede ser fácil, pero contemplar a Cristo transfigurado es una tarea difícil. En un mensaje para la Cuaresma, Benedicto XVI proponía dar ese paso: “Verán al que ellos mismos traspasaron” (Jn 19, 37). Vivir la Cuaresma, entonces, es una continua contemplación de la cruz. No se trata de hacer una mirada fugaz. Al contrario, para contemplar se necesita saber permanecer con María y Juan al lado de Cristo que, sobre la cruz, se consume con el sacrificio de su vida por la humanidad entera.

Aquí está el problema: el hombre de hoy ha eliminado de su vocabulario el verbo “detenerse”. El frenesí de la vida, las responsabilidades y tareas, impiden al hombre abrir el corazón a la maravilla y al asombro. La Cuaresma no puede y no debe ser solo un caminar nada más, sino sobre todo un “detenerse” y volver la mirada a Aquel que traspasaron. Solo mirando el crucifijo podemos conocer la potencia incontenible de la misericordia del Padre, porque la cruz es la revelación más revolucionaria del amor de Dios. “Sobre la cruz –dice Benedicto XVI– está Dios mismo que mendiga el amor de su criatura. Él tiene sed del amor de cada uno de nosotros”.

“Cuaresma” es acoger el amor de Jesús para difundirlo a través de nosotros con cada gesto y cada palabra. “La Cuaresma –continúa el Papa– es para cada cristiano una renovada experiencia del amor de Dios donado en Cristo, amor que cada día debemos dar al prójimo, sobre todo a quien más sufre y a quien más lo necesita”. Es el único modo de participar plenamente de la alegría de la Pascua.

Tiempo de conversión

Hemos comenzado un tiempo de gracia acogiendo aquello que el Señor nos propone el miércoles de cenizas a través del profeta Joel: “Vuelvan a mí de todo corazón” (2,12). Un retorno al Señor que se transforma en regreso a nuestro bautismo y a lo que provocó el sacramento ese día, cuando el agua bautismal destruyó al hombre viejo para que el hombre nuevo resurja en Cristo Jesús. La simbología del agua bautismal es un tema característico de la Cuaresma: “Todos atravesaron el mar; y para todos, la marcha bajo la nube y el paso del mar, fue un bautismo que los unió a Moisés. También todos comieron la misma comida y bebieron la misma bebida espiritual. En efecto, bebían el agua de una roca espiritual que los acompañaba, y esa roca era Cristo” (1 Cor 10, 1-4), en referencia a aquella agua que destruye el pecado y da la vida.

El tiempo de Cuaresma constituía la preparación inmediata de los catecúmenos a los sacramentos de la iniciación cristiana que tenía su culmen en la celebración de la Vigilia Pascual. Hoy nosotros, ya bautizados, estamos invitados durante el tiempo cuaresmal a descubrir la puerta de nuestro bautismo, sobre todo a través de los grandes símbolos bautismales: el agua, la luz, la vida, la victoria sobre el pecado, la configuración con Cristo y la filiación divina. Por esto, es necesario un auténtico camino de conversión.

La conversión que es esencialmente don, supone una profunda conciencia de nosotros mismos y de la dirección que hemos tomado en nuestra vida e implica un cambio radical. Conversión es pasar de una fe aceptada o quizás, asumida pasivamente, a una fe activamente conquistada, como respuesta al don de Dios y a la intervención del Espíritu en nuestra vida. La conversión es quiebre de una mentalidad orientada al pecado, a la tristeza o a los valores puramente humanos, que no pueden realizar plenamente las aspiraciones del hombre para adherir a la alianza que Dios continuamente propone, atento y sensible a las verdaderas necesidades que tenemos: “Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo” (Ex 3, 7-8). Este camino de conversión se hace también experiencia de la paciencia de Dios, que no impone plazos fijos, que no quiere apurar los tiempos (Cf. Lc, 13, 6): somos como la higuera estéril, el Padre sabe atender y respetar los ritmos de crecimiento de cada uno con paciencia, que no es sinónimo de debilidad, sino de amor.

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 196 (MAR-ABR 2015)