Los celos, las envidias y cierta idea de superioridad lastiman nuestra vida comunitaria.

En el libro de Ezequiel, capítulo 37, se describe una visión un poco particular, impresionante, pero capaz de infundir confianza y esperanza en nuestros corazones. Dios muestra al profeta una extensión llena de huesos, separados los unos de los otros y resecos. Es un escenario desolador imaginarse toda una llanura llena de huesos. Dios le pide invocar sobre ellos el Espíritu y en ese momento los huesos se mueven, comienzan a acercarse y a unirse. Sobre ellos crecen los nervios, después la carne y se forma así un cuerpo, completo y lleno de vida. ¡Esta es la Iglesia! Es la obra maestra del Espíritu, el cual infunde en cada uno la vida nueva del Resucitado y nos pone uno junto al otro, uno al servicio y apoyando al otro, haciendo así de todos nosotros un solo cuerpo, edificado en la comunión y en el amor. Les pido que lean este pasaje de la Biblia.

Nuestra identidad más profunda

La Iglesia no es solamente un cuerpo edificado en el Espíritu. ¡La Iglesia es el cuerpo de Cristo! Es extraño, pero es así. Y no se trata sencillamente de una forma de hablar: ¡lo somos realmente! ¡Es el gran don que hemos recibido el día de nuestro Bautismo! En este sacramento, Cristo nos hace suyos, acogiéndonos en el corazón del misterio de la cruz, el misterio supremo de su amor por nosotros, para hacernos después resurgir con Él, como nuevas criaturas. Así nace la Iglesia, y ¡así la Iglesia se reconoce cuerpo de Cristo! El Bautismo constituye un verdadero renacimiento, que nos regenera en Cristo, nos hace parte de Él, y nos une íntimamente entre nosotros, como miembros del mismo “cuerpo”, del cual Él es la cabeza. La que surge entonces es una profunda comunión de amor.

La fraternidad entre nosotros

Pablo exhorta a los mártires a “amar a las mujeres como al propio cuerpo, como también Cristo hace con la Iglesia, ya que somos miembros de su cuerpo”. Qué bonito si recordáramos más a menudo lo que somos, lo que ha hecho con nosotros Jesús. Somos su cuerpo, ese que nada ni nadie puede arrancar de Él, ese al que el Señor recubre con toda su pasión y su amor, precisamente como un esposo a su esposa. Este pensamiento, sin embargo, debe hacer resurgir en nosotros el deseo de corresponder al Señor y de compartir su amor entre nosotros, como miembros vivos de su mismo cuerpo.

Las fracturas de la Iglesia

En el tiempo de Pablo, la comunidad de Corinto encontraba muchas dificultades, viviendo, como a menudo también nosotros, la experiencia de las divisiones, de las envidias, de las incomprensiones y de las marginaciones. Todas estas cosas no van bien, porque en vez de edificar y hacer crecer la Iglesia como cuerpo de Cristo, la fracturan en muchas partes, la desmiembran. Y esto también sucede en nuestros días. Pensemos en las comunidades cristianas, en algunas parroquias, en nuestros barrios, ¡cuántas divisiones, cuántas envidas, cuánto se habla mal, cuánta incomprensión y marginación! Y esto ¿qué hace?, nos desmiembra entre nosotros. Es el inicio de la guerra. La guerra no comienza en el campo de batalla. Las guerras comienzan en el corazón, con estas incomprensiones, divisiones, envidias, con esta lucha contra los otros.

Un corazón avinagrado

Los miembros de la comunidad de Corinto estaban en guerra entre sí y el apóstol ha dado a los corintios algunos consejos concretos que valen también para nosotros. Entre ellos: no ser celosos, sino apreciar en las comunidades los dones y las cualidades de los hermanos. “Pero, mira, ese ha comprado un auto”, “este ha ganado la lotería”, “a este le va bien con esto”: esto desmiembra, hace mal, no se debe hacer. Porque los celos crecen y llenan el corazón. Y un corazón celoso es un corazón ácido, uno que en vez de sangre parece que tiene vinagre, que nunca es feliz, que desmiembra la comunidad.

El egocentrismo nos enceguece

Este es el consejo que el apóstol Pablo da a los corintios y que también debemos darnos nosotros unos a otros: no considerar a nadie superior a los otros. ¿Cuánta gente se siente superior a los otros? También nosotros decimos muchas veces, como el fariseo de la parábola: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como ese, soy superior”. Pero esto es feo, no debemos hacerlo nunca. Y cuando te vienen ganas de decir esto, acuérdate de tus pecados, de esos que nadie conoce. Siente vergüenza delante de Dios y di: “Señor, Tú sabes quién es superior; yo cierro la boca”. Y esto hace bien.

Celebrar la gratitud de los demás

Debemos apreciar en nuestras comunidades los dones y cualidades de los otros, de nuestros hermanos. Cuando me vienen los celos, que nos vienen a todos, porque todos somos pecadores, tenemos que decir: “Gracias, Señor, porque le has dado esto a esa persona”. Hay que apreciar las cualidades, hacerse cercanos y participar en los sufrimientos de los últimos y de los más necesitados. Vale la pena expresar la propia gratitud a todos y decir “gracias”. Un corazón bueno, un corazón noble, un corazón está contento porque sabe agradecer. Y pregunto, todos nosotros ¿sabemos decir siempre gracias? Seguramente, no siempre lo hacemos, porque las envidias y los celos nos frenan un poco. Pero siempre en la caridad pueden considerarse miembros los unos de los otros, que viven y se donan en beneficio de todos.

El Espíritu viene en nuestra ayuda

Como el profeta Ezequiel y como el apóstol Pablo, invoquemos también nosotros al Espíritu Santo, para que su gracia y la abundancia de sus dones nos ayuden a vivir realmente como cuerpo de Cristo, unidos, como familia, una familia que es el Cuerpo de Cristo y como signo visible y bello de su amor.

Francisco*

*Extractos de la Audiencia general del 22 de noviembre del 2014.

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 196 (MAR-ABR 2015)