No podía edificar su casa por sus propios medios, pero con la ayuda de la comunidad hoy tiene una vivienda propia.
Me llamo Daniela y vivo en Villa María, Córdoba. Soy docente, tengo dos hijos y estoy separada. Mis ingresos económicos son escasos; hace unos años empecé a sentir la urgencia de tener mi casa propia, ya que el alquiler empezó a subir de manera muy desproporcionada con respecto a mis ingresos: la cuota era la mitad de mi sueldo. Estoy pagando un terreno desde hace unos años y comencé a orar al Padre sobre mi necesidad de tener una vivienda allí para mis hijos y para mí.
El Señor no tardó en responder. Durante una reunión, cuando les hablé a mis hermanos sobre mi situación, que era conocida por ellos y sostenida, y sobre mis deseos, ¡surgió un impulso comunitario de hacer una casa entre todos para mí! Oramos y el Señor nos dijo: “No es una orden: les doy a conocer el empeño de otros para que demuestren la sinceridad de su amor fraterno (…). Terminen pues esta obra y cumplan, según sus medios, lo que decidieron con tanto entusiasmo (…). No se trata de que otros tengan comodidad y ustedes sufran escasez. Busquen la igualdad, al presente ustedes darán de su abundancia lo que a ellos les falta, y algún día ellos tendrán en abundancia para que a ustedes no les falte” (2 Corintios 8, 8-13). La Palabra nos animó y marcó el camino. Teníamos el deseo ¡pero todavía no sabíamos cómo hacerlo!
Yo no lo podía creer: ¡fui a una reunión sin casa y con peso en el corazón y salí de ella con un hogar propio y feliz! Porque la experiencia de fe era que lo iba a tener: ¡Jesús lo había prometido! Así empezamos la gran aventura comunitaria. Evangelizar los bienes es una gracia que en ese entonces vivíamos entre nosotros: compartíamos alimentos, dinero si no llegábamos a fin de mes y los autos para situaciones de necesidad, entre otras cosas. En el retiro del año 2013 habíamos recibido, como comunidad, una fuerza nueva para amar a los demás en sus necesidades. Entonces, discernimos que íbamos a comprar una casa prefabricada. Sacamos dos créditos y cada hermano, libremente, se comprometió para depositar un dinero fijo por mes durante tres años y sostener estas cuotas mientras que el Señor seguía mostrando con signos que esta era su voluntad. La alegría del compartir se contagió a otros: nuestros amigos, familiares, miembros de otras comunidades de la Obra de Villa María y de otros lugares de Córdoba, al enterarse del proyecto, sentían una gran necesidad de aportar para la “casa de la Dani”, como ellos decían. Los amigos de unos hermanos de comunidad me regalaron el tanque de agua y el soporte para apoyarlo; otros, el termotanque; los albañiles nos cobraron menos; la pintura para la casa la aportó una hermana de Córdoba… Una compañera de trabajo, mis padres y cuñados me ofrecieron dinero y cerámicos ¡y así, entre muchos, se fue armando mi hogar!
Sin embargo, como la casa no era “llave en mano”, con los créditos iniciales no nos alcanzaba para terminarla, entonces hicimos un “microemprendimiento comunitario” de pizzas listas para calentar con el cual juntamos fondos para pagar los materiales y la mano de obra. ¡La providencia jamás falló!
La alegría brota de mi corazón por saber que existe una nueva forma de relacionarse con el dinero y las cosas. La “propiedad privada” nos congela el corazón, nos hace pensar solo en nuestra casa, en nuestro auto, en nuestro plasma, pero el Señor nos propone una economía basada en el amor y en el compartir donde apreciamos a los otros como más dignos, donde la alegría está en que el otro esté alegre y todos tengan las mismas posibilidades.
¡Gracias, Señor, por este inmenso gesto de tu amor hacia mí que me dignifica y sana mis heridas! ¡Gracias por mi comunidad y por el carisma de la Obra que, junto con tu gracia, hace posible la vida en el amor!