Pentecostés es, entre otras cosas, una oportunidad para celebrar que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5, 5). Y si Dios nos comunicó su Espíritu, es para que tengamos presente que nuestro llamado más profundo es a vivir en el amor de acuerdo con las enseñanzas y el ejemplo de Jesús, y podamos preguntarnos cómo hacer de esto algo absolutamente concreto en nuestras vidas.
La presencia del Espíritu Santo permite que un destello de lo divino se manifieste en nuestra humanidad; no dejamos de ser quienes somos, al contrario: nuestra naturaleza se vuelve más plena si está iluminada desde adentro por el Espíritu.
¿Cómo no opacar esta presencia? ¿Cómo hacer que se trasluzca más? Podemos trabajar en esto cultivando la comunicación con Dios a través de la oración, el encuentro personal con nuestro Padre amoroso, disponiéndonos a escucharlo y a dialogar con Él. En este encuentro con un Padre tan cercano, nos sentimos hijos amados y hermanos de los demás.
A partir de este sentir y de esta conciencia, es posible valorar la importancia del trato interpersonal y preguntarnos cuál es la calidad de la comunicación que solemos establecer con los demás.
Para dar una respuesta, podríamos evaluar los siguientes aspectos:
•La capacidad de vincularnos sin prejuicios, desde la apertura, el respeto y la cordialidad.
•El reconocimiento de que en el prójimo está presente Jesús (“Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” [Mt 25, 45]).
•La escucha de lo que el otro dice y también de lo que calla, la posibilidad de ponernos en su lugar y de sentir con él.
•La docilidad a la acción divina (Cf. Gal 5, 16), la disposición necesaria para dejarnos guiar por el Espíritu Santo en el trato con los demás porque “el fruto del Espíritu es amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia” (Gal 5, 22-23a).
Claro que todo esto no es sencillo, sobre todo cuando el vínculo con algunas personas nos resulta difícil. Justamente en esas ocasiones debemos acudir a la oración por el otro; solo ella transforma nuestros sentimientos negativos y nos permite “mirar con los ojos de Dios” a ese hermano y la relación que tenemos con él.
En el trabajo, en la familia, con nuestros compañeros de estudio, vecinos, amigos y hasta con aquellos desconocidos con quienes entablamos una conversación casual, debemos estar atentos al tipo de comunicación que establecemos. Si en algunos ámbitos es frecuente hablar mal del otro, evitemos eso que nos degrada como seres humanos y estemos más atentos a las palabras de san Pablo: “No tomen como modelo a este mundo. Por el contrario, transfórmense interiormente renovando su mentalidad, a fin de que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto” (Rom 12, 2).
En el terreno laboral esto se vuelve a veces particularmente difícil. De allí la importancia de ofrecer nuestras tareas, orar por nuestros compañeros de trabajo, discernir las circunstancias que vivimos. Busquemos la luz de la Palabra de Dios para iluminar las situaciones cotidianas, para elaborar proyectos, para tomar decisiones.
El Señor nos invita a combinar el trabajo responsable o la solidez profesional con la sabiduría cristiana. Si se nos propone una tarea creativa, no perder de vista los contenidos y los mensajes que vamos a generar, es decir si lo que vamos a transmitir no está reñido con los valores del Evangelio. Si trabajamos en equipo, contribuir a generar un ambiente de paz y cordialidad, respetando a cada uno y evitando sobredimensionar aquello que nos molesta del otro.
Rechazando la búsqueda de protagonismo, pongamos en juego nuestras capacidades para intentar hacer de nuestro trabajo un verdadero servicio a los otros.
Claro que es fácil perder de vista estos propósitos, e incluso caer en un relativismo ético, cuando a nuestro alrededor algunas opciones inaceptables desde el punto de vista de nuestra fe se plantean como válidas. Pero la oración, la Palabra de Dios y el discernimiento pastoral y comunitario pueden ayudarnos a elegir lo que se orienta hacia el bien común, la solidaridad y la justicia.
Estamos llamados a construir la comunión a través de la comunicación. A mantener un diálogo abierto y enriquecedor con los demás, incluso con personas de otras comunidades, religiones y culturas. Reconozcamos las posibilidades que ofrece la tecnología para favorecer el intercambio de ideas, la comprensión mutua y la solidaridad si se utiliza debidamente.
Pentecostés nos propone un encuentro profundo con Dios y con el otro, y con Dios en el otro. Desde allí es posible la valoración de cada persona, el respeto (de cada una, de las tareas que realiza, de su tiempo), el cuidado y la delicadeza en el trato, el silencio (no solo el que el otro percibe, sino también el interior que genera una verdadera disposición para escuchar y recibir).
Solo podemos cultivar estas actitudes con la gracia del Espíritu de Dios; celebremos que Él habita en nosotros, nos impulsa, nos guía y nos anima.
Mirtha L. Rigoni