En el Retiro espiritual que hacíamos las comunidades consagradas de Nazaret de 1995, el padre Ricardo nos leyó una carta de un sacerdote paraguayo, Rubén Ruiz Díaz, quien solicitaba que enviara a una comunidad de Nazaret para misionar en la Parroquia San José Obrero de Asunción del Paraguay. Era la primera vez que alguien nos invitaba a cruzar la frontera para ofrecer el carisma en otro país. Sentí en mi interior: “Señor contá con nosotros, llévanos donde quieras”.

En mayo de 1996 me preguntaron si estaba disponible para ir a dar un retiro junto a otra hermana de Nazaret a aquel lugar. Sin dudar me dispuse. Solo sabíamos que eran unos 80 confirmandos con sus catequistas y que iba a ser en la casa de retiro Emaús de Asunción. Luego de tantos años, varios de ellos, hoy, participan de los grupos de oración en Paraguay.

Al regresar, volví con el corazón feliz por experimentar la conducción de Dios en nuestra búsqueda de cada gesto y expresión que ofrecíamos. Fue una experiencia de total dependencia de Dios ante nuestra total carencia de conocimiento de aquel país. Ahí se selló la raíz de la misión: amar dependiendo solo de Dios. 

Mucho tiempo después supe que me habían invitado a ese retiro porque a otra hermana que le habían dicho antes no podía, y pensaban que yo tocaba la guitarra para ayudar con el servicio musical. Eso nunca sucedió. Yo no sabía tocar la guitarra. Pero Dios sabía que en ese “equívoco” ya me estaba preparando para formar parte de la comunidad de consagradas que iríamos en misión al siguiente año. Dios siempre escribe derecho en renglones torcidos y de situaciones erróneas, saca bienes mayores.

En julio del ‘97, dimos un retiro con la comunidad misionera al grupo de oración que ya se reunía en Asunción. Aprovechando el viaje, íbamos a buscar una casa que pueda ser sede de reuniones y futura casa de la comunidad de Nazaret. Unos días antes, una hermana orando por nosotras, tuvo una imagen interior relacionada con la casa que buscábamos: visualiza en su corazón un lugar que en la entrada tenía dos árboles muy altos, tan altos que podían verse solo los troncos y no la copa, con la particularidad que estos troncos estaban pintados de blanco. Y al fondo veía una casita blanca. Con esta imagen de referencia que el Espíritu Santo le había regalado, fuimos a servir al retiro y a buscar la casa. Antes del retiro fuimos a ver cerca de 12 casas. En mi ansiedad por encontrarla identificaba cualquier planta a la entrada con los dos árboles, pero las señales de humedad y otras dificultades nos llevaban a descartar esas casas.

En el inicio del retiro, le entregué al Señor mi deseo de encontrar la casa antes de regresar a Buenos Aires. Al finalizar, el Señor nos regaló a leer el pasaje de San Mateo 7;24-27: “Por tanto, el que me oye y hace lo que yo digo, es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca. Vino la lluvia, crecieron los ríos y soplaron los vientos contra la casa; pero no cayó, porque tenía su base sobre la roca”.

Luego de la lectura de la Palabra, a partir de la expresión de un hermano, todos los que estaban se sumaron a una expresión: “quiero ser roca para la comunidad nazarena que vendrá en misión”.

Ahí entendí que ya habíamos encontrado la casa; era ese pueblo que nos recibía y se ofrecía para hacer uno con nosotras ¡Qué felicidad reconocer cuál era la verdadera casa! Cuando terminó el retiro, supimos que había una casa más para ver. Fuimos, y ¡qué sorpresa al llegar!: estaban en la entrada los dos grandes mangos pintados con cal hasta la mitad y caminando por un pasillo, al fondo estaba la casa pintada de blanco. Al entrar, se veía en una pared un cuadro que tenía dibujada la Palabra de Dios. Allí está hasta hoy día la sede del Movimiento en Paraguay. Fue un 31 de julio, día de San Ignacio de Loyola. 

Esta experiencia enraizó mi fe en el poder del Espíritu y me dije con confianza: ¿hasta dónde me llevarán las inspiraciones de Dios si me dejo conducir?

Inesperadamente ese año, mi padre tiene un problema de salud y fallece en una semana. Toda mi circunstancia personal y familiar cambió repentinamente, pero desde lo hondo, mi interior nunca dudó sobre el llamado del Señor a vivir esa misión.

En ocasión de otro viaje de servicio a Asunción, me encontraba sumida en un duelo profundo. Le decía el Señor: si vos querés esto, organiza todo lo necesario para el inicio de la comunidad allí.

La hermana que nos alojaba en su casa cuando viajábamos, llevaba a sus hijos a un colegio de Asunción y me dijo: vi a la directora, le comenté sobre vos y quiere conocerte. Fui a esa entrevista, sin nada preparado y con poco entusiasmo. Luego de 15 minutos ya estaba contratada para el año siguiente. Para mi sorpresa, cuando nos mudamos, la escuela quedaba a 14 cuadras de la sede. Podía ir caminando. Así fue durante los 13 años que viví en Asunción. En mi corazón se selló la certeza de que a Dios nadie le gana en generosidad.

El 7 de marzo de 1998 nos trasladamos a la ciudad de Asunción del Paraguay, Silvia Fioramontti de Buenos Aires, Elizabet Grazioso de Córdoba y yo, que también vivía en Buenos Aires. Para despedirnos, asistieron al aeropuerto gran cantidad de hermanos y hermanas del Movimiento y nuestras familias. Se entremezclaban la alegría por el paso que dábamos, el desconsuelo y la entrega de nuestras familias, y la certeza pascual en el propio corazón que se apoyaba en la fe de las promesas del Señor.

Al llegar, Paraguay me enamoró con su exuberante naturaleza, y sobre todo con su gente. Personas que nos compartieron su historia de dolores y sus grandes anhelos. Llegamos en un momento donde la democracia era muy reciente y los hermanos con los que empezamos las comunidades habían sido protagonistas de una época de muchas contradicciones y dificultades. Realmente era empezar de nuevo y nosotras éramos tres hermanas laicas argentinas que llegábamos muy dispuestas a darnos por ese pueblo. Fueron años de aprender a ir al encuentro personal con mucha humildad y respeto. Como comunidad experimentamos el sufrimiento de un pueblo que había sido tan lastimado por la guerra de la Triple Alianza y por ello la Argentina no era sentida amistosamente en sus entrañas. Aprendimos a despojarnos de la centralidad de nuestros rasgos culturales para hacernos uno con ellos, entendiendo que teníamos que disminuir para que ellos crecieran. Y así descubrieran que solo en la alianza del mandamiento del amor mutuo de Jesús, podía haber una sanación de lo que la guerra había destruido y dejado como desconfianza y temor. Esto fue un misterio de amor y de evangelización en nosotras y entre nosotras. Solo el Evangelio puede hacer nuevas todas las cosas.

Si Dios no me hubiera llevado a Paraguay, no habría podido comprender que la misión siempre se trata de disponibilidad, de depender absolutamente de la gracia de Dios para que sea evidente que la obra la hace Él, en la belleza del amor que se parte y se comparte. 

En Paraguay también aprendí de la riqueza de la comunión eclesial en el vínculo con otros carismas, sacerdotes y obispos. Un obispo fue quien bendijo el sagrario de la sede y hoy es el único Cardenal paraguayo, Mons. Adalberto Flores Martinez. Aprendimos a ser Iglesia y desde el carisma le dimos a la Iglesia el anuncio del Evangelio desde el carisma del amor.

En agosto de 2005, junto a Elizabet Grazioso (+), celebramos nuestros compromisos públicos de consagración. Estuvieron presentes nuestras familias, muchos hermanos y hermanas, el Padre Ricardo y el Padre Rubén, quien había escrito la carta diez años antes. 

En ocasión de los 80 años de nuestro pastor, el Padre Ricardo, los hermanos y hermanas de Paraguay le obsequiaron a “Paí Pucú”, como lo solían llamar, la bella cruz con su Cristo de cedro que se encuentra en la Capilla de la casa de Encuentro y oración de Tristán Suárez, Argentina.

Esta misión la viví hasta el año 2015, cuando regresé a Argentina para estar más cerca de las necesidades de salud de mi madre. En mi corazón vivo la certeza de que Dios en su sabiduría teje un hilo con su providencia donde todo queda contemplado, integrado y enlazado. ¿Cómo no confiar en Él?

Si hay luna llena, cierro los ojos. Puedo oler la flor de coco y escuchar fácilmente el canto del Santo en guaraní. Y me siento una con el corazón de América.

Karai guasuete, Marangatu, nde,

Grande, Santo, tú, Señor, 

Ñandejára, ne Marangatu añete, ne Marangatu eterei.

Eres verdaderamente Santo, eres muy Santo. 

Nde Tupã, opa mba’e jára, yvy ha yvaga

Tú Dios, Señor del cielo y de la tierra 

omombe’u nde tuichaha.

describe tu grandeza. 

Opárupi rejereropurahéi. Roguerohory pe

Te cantan por todas partes. Damos la bienvenida  

nde rérape oguahẽva.

a quien viene en tu nombre

Opárupi  rejereropurahéi.

En todas partes te están cantando.

Emma Diodati*
Julio de 2023

*Emma tiene 56 años, es psicóloga y docente universitaria.