¿Cómo son nuestros vínculos por fuera de las redes sociales? El Espíritu de Dios puede hacer nueva nuestra forma de vincularnos con los demás. 

En Pentecostés celebramos el derramamiento del Espíritu Santo sobre María, los Apóstoles y los discípulos como una primicia de lo que el Señor quiere hacer con toda la humanidad desde la Iglesia. El Espíritu nos hace partícipes de su abrazo de alianza trinitaria con el Padre y el Hijo, “hasta que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15, 28). Así, la gracia del Señor nos afi anza en un nuevo vínculo con Él, que hace también nueva nuestra forma de vincularnos con los demás. Nos hace seres “nuevos” no porque cambie nuestra identidad creacional –no deja de ser cada uno quien es–, sino porque nos da una nueva posibilidad de relacionarnos con Él y los otros. 

Desde el amor de Padre, que nos salva en Jesús, Él nos adopta en el Espíritu como hijos y, entonces, podemos reconocernos como hermanos. Tenemos la posibilidad de tratar personalmente al Dios Trino como Padre, Señor y Amigo “porque por medio de Cristo, todos sin distinción tenemos acceso al Padre, en un mismo Espíritu” y a los demás como “miembros de la familia de Dios” (Ef 2, 18-19). En el Evangelio, Jesús nos enseña una nueva forma de establecer vínculos.

» RECIBIR A NUESTROS INVITADOS

En el encuentro con Marta y María de Betania (Cf. Lc 10, 38-42), el Señor está totalmente disponible para establecer el diálogo y espera ser correspondido con la misma atención amantiva que Él les proporciona. De esta forma, nos enseña que “pocas cosas, o más bien, una sola es necesaria” (v. 42). Jesús llega después de caminar un largo rato; podemos suponer su cansancio. Sin embargo, mientras se dispone lo necesario para el alojamiento y la comida, él se detiene a conversar con María, a quien Marta reprocha: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola con todo el trabajo? Dile que me ayude”. El Maestro le enseña con paciencia y claridad cuál es la mejor parte: el alimento del encuentro con el otro. La mejor bienvenida consiste en recibir al que llega con lo que tiene para decirnos, es acoger su corazón en lo que nos comparte. Atenderlo no es solo brindarle comida y un lugar para reposar, sino fundamentalmente escucharlo, abrirnos a un diálogo. Allí se juega la calidad del encuentro. La mesa servida, que es también una expresión de amor, pasa a un segundo plano y se puede convertir en un obstáculo si pretende ocupar el primer lugar. La actitud de Jesús durante la visita a sus amigos de Betania nos invita a refl exionar acerca de nuestro modo de acoger a nuestros invitados y de reunirnos. También, sobre cuáles son nuestras pretensiones a la hora de hacer una visita. A la luz de este pasaje de la Palabra, incluso podemos reconsiderar el modo de organizar nuestro día, la calidad del tiempo que compartimos con otros, de qué forma realizamos nuestras tareas cotidianas, en fi n, todo lo que hacemos. En nuestra cultura de multitareas, Jesús nos invita a poner todo el corazón en una sola ocupación a la vez, a centrarnos en el encuentro con los otros y con Él, su Presencia viva en los demás. ¡Es un gran desafío adoptar un modo evangélico de vincularnos! Estamos llamados a ser una expresión del amor en la atención al interlocutor o a los que interactúan con nosotros presencialmente.

» PROVOCAR DIÁLOGOS PROFUNDOS

En una oportunidad, una adolescente me expresó que ella y sus amigos experimentaban una “necesidad” de mostrar y ver en las redes sociales todo lo que se hace “en lo secreto”: lo que se come, lo que se viste, los lugares donde se está, etc. Esta apertura a los demás se contrapone a la poca calidad de los encuentros cara a cara, donde muchas veces no se sabe de qué hablar, o simplemente cuesta estar o permanecer con los amigos o la familia en una sobremesa, en un tiempo de ocio, sin una pantalla mediante. Pidamos la gracia de gestar encuentros que den lugar a la cultura del Evangelio, que “no nos sea quitada” la mejor parte, porque sabemos elegirla y defenderla. Jesús también revela en su encuentro con la mujer samaritana (Jn 4,1-42) que tiene sed de nuestra salvación, que busca vincularse con nosotros, y nos sale al encuentro para ofrecernos la vida del Espíritu. Nuevamente fatigado del camino y a la hora del mediodía, él está sediento. En el diálogo que inicia con la mujer samaritana expresa algo más que su necesidad de agua: la sed de su espíritu, signo de la voluntad de Dios por la salvación de esa mujer y de toda la humanidad. La samaritana también tiene sed, va al Pozo de Jacob por agua y allí se encuentra con Jesús. El encuentro gana en profundidad. De desconfianzas, sospechas y objeciones, pasa a lo más profundo: a la sed de amor, a la necesidad que todos tenemos de Dios, el único que nos puede saciar de verdad y para siempre.