Una invitación a ensanchar nuestro corazón comunitario para amar como Dios ama.
En este año jubilar, Francisco nos invita a profundizar uno de los rasgos más esenciales de Dios: su misericordia. A través de ella experimentamos la ternura y la bondad que Él tiene con nosotros, y somos llamados a tratar con este amor compasivo a los demás.
Sin embargo, la propuesta del Papa es más abarcadora ya que no se trata de una invitación para vivir sólo en el vínculo personal con Dios ni únicamente en una experiencia individual para con los otros. Por el contrario, la misericordia se presenta como un rasgo profundamente comunitario: “Donde la Iglesia esté presente, allí debe ser evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de misericordia” (Misericordiae Vultus nº12)
Las primeras comunidades cristianas buscaron vivir esta propuesta y en el Nuevo Testamento podemos identificar algunas de sus actitudes.
Anunciar y testimoniar la misericordia de Dios
La comunidad de discípulos estaba reunida cuando Jesús resucitado se aparece, sopla sobre ellos el Espíritu Santo y les dice: “Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen” (Cf. Jn 20,19-31). Es como si Jesús les dijera: ¡salgan, anuncien y vivan la misericordia! Por eso, cuando llega Tomás, que no presenció la aparición, sus hermanos le dan testimonio de que Jesús resucitó y de que las promesas se cumplieron: en la cruz todos fueron salvados y perdonados. Este es el anuncio que conservará la comunidad durante su experiencia misionera, que incluso antes de proponer cualquier mandato o exigencia, ofrece un anuncio gozoso del amor misericordioso de Dios.
Este llamado también es para nosotros. Frente a algunas imágenes distorsionadas de Dios que hay en nuestro medio ambiente, estamos invitados a anunciar que Él es amor y ternura, que se compadece de nuestra debilidad, que se preocupa por lo que vivimos y lo que nos duele, que conoce nuestras necesidades, y que no se desentiende de lo que nos pasa sino que está con nosotros y quiere regalarnos su vida nueva y su alegría.
Abrazar, acompañar y esperar
A pesar de haber recibido el anuncio de los discípulos, Tomás no cree, no “les” cree, prefiere tener pruebas personales de la resurrección. La comunidad podría haber hecho de esta situación una ocasión para alejarlo y dejarlo solo en su obstinación. Pero lo reciben con sus dudas, le tienen paciencia y esperan sus tiempos. A pesar de su incredulidad, la comunidad le ofrece misericordia, le brinda un lugar y lo acompaña en su proceso. Y todo esto da frutos, porque a los ocho días Tomás recupera la fe en el encuentro con Jesús resucitado, que justamente se da en el seno de la comunidad (Cf. 20,26). Esta experiencia nos enseña que aun la falta de fe puede tener un lugar en la comunidad misericordiosa. ¡Qué hermoso sería que nuestras comunidades acompañen, sean pacientes con los procesos de cada hermano, y ayuden a que las diferencias, los conflictos o las crisis no sean un motivo para excluir o romper el vínculo con los otros!
Compartir y hacer propia la necesidad del otro
Los primeros cristianos tenían la experiencia de poner todo en común (Cf. Hch 2,44). Vivían de tal modo que la necesidad del otro se convertía en la de todos. Nadie era abandonado en su escasez. Así como Jesús asumió la miseria de los hombres, la comunidad se sintió llamada a hacer lo mismo con todos los hermanos, especialmente con los más débiles.
Ubicados en una mirada individualista podemos pensar que la necesidad del hermano es algo “que le sucede al otro” y que él mismo debería resolver; que nosotros estamos demasiado ocupados para involucrarnos y que alguien más podría encargarse de eso. Sin embargo, la misericordia sacude nuestra indiferencia, hace que el sufrimiento del otro nos conmueva y que podamos considerarlo como propio. Es cierto que las acciones individuales a veces no son suficientes, pero es justamente allí donde nos damos cuenta de la importancia del “hacer con otros” y de dar respuestas comunitarias, que pueden ser más eficaces. Este amor compasivo nos anima a ser generosos, a hacer de lo “mío” lo “nuestro”, a compartir los bienes y a entregarnos a nosotros mismos como comunidad para que nadie sufra necesidad.
Perdonar y vivir reconciliados
En la Palabra también descubrimos que “la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32). La comunidad que quiere ser reflejo de la misericordia de Dios vive unida y reconciliada. Busca perdonar las ofensas: las más pequeñas y cotidianas, y también las más graves e históricas, porque la misericordia surge de haber experimentado que Dios nos ofreció su perdón como un regalo, sin importar la gravedad de nuestras faltas.
La reconciliación es una fuerza en las comunidades, que les hace experimentar que pueden pedir perdón y perdonar. No surge necesariamente por la resolución de los conflictos -aunque lo suponga-, sino de una confianza en que la misericordia vence sobre toda división.
A su vez, el perdón y la reconciliación no son solamente una responsabilidad de los miembros que están implicados en el conflicto, sino un deseo y una tarea de todos. Toda la comunidad vela por la unidad y la reconciliación, corrige con compasión al que se equivoca y ayuda a suscitar el perdón en aquel que fue herido.
Pidamos al Señor la gracia de que nuestras comunidades sean oasis de misericordia y que muchos encuentren el rostro tierno y compasivo de Dios en nosotros.
P. Federico Boccacci, MPD
Sacerdote nazareno
Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 202 (MAY-JUN 2016)