MEDITACIÓN.-

Sus pies que hicieron santo el suelo que pisaron, sus pies que abrieron caminos, que hicieron fértiles los desiertos, que guiaron a multitudes. Los pies que caminaron con los forasteros y sacudieron el polvo de la incredulidad.

Los pies que de besos cubrí, que con mis lágrimas lavé, que con mis cabellos sequé, hoy han sido atravesados por el pecado, por el error y la confusión. Hoy han sido adheridos a una cruz.

Sus manos que sanaron y bendijeron a enfermos, niños, pecadores, endemoniados y olvidados. Sus manos que levantaron a los caídos, que lavaron los pies cansados, manos que confortaron la tristeza y dieron de comer a los hambrientos.

Las manos que cubrieron mis ojos con saliva y barro y me permitieron volver a ver, hoy están atravesadas por la injusticia y la soledad, quedaron sujetas a una cruz.

La cabeza que Juan bautizó y el Padre bendijo, la que se acercaba al suelo para contemplar y orar, la que se levantaba al cielo para alabar, la que pensó parábolas para enseñar, la que amó las Escrituras, la que enseñó a orar. La cabeza de mi Iglesia, la que me dio un lugar, hoy sufre las heridas de la corrupción y la indiferencia, las espinas dolorosas por los abusos y la violencia.

Tu corazón que tanto amó, que se alegró con sus amigos en la cena, que sufrió por la muerte. El corazón que escuchó al Espíritu Santo y se regocijó en su Padre. Ese corazón manso y obediente. El corazón misericordioso que me amó más de lo que nadie pudo haberme amado, un corazón que me conoció y me transmitió un latido de vida, de vida eterna, de vida abundante. Mientras el mío está atravesado por el odio, la venganza y el rencor… Atravesado por la muerte, la desesperanza y el abatimiento, tu corazón sigue amando. La muerte no lo detiene, sigue entregándose, sigue anunciando y sigue salvando.

“Cuando llegaron a él, uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, y enseguida brotó sangre y agua” (Jn 19, 33a.34).

Lilén Carús 

Prov. de Neuquén