Si bien santa Bakhita fue vendida como una mercancía, no guardó rencor a sus captores. Gracias a su conversión, a pesar de estar esclavizada, experimentó la libertad.
Bakhita era la única consagrada proveniente de África y, a pesar de ser sumamente reservada e introvertida, en Schio (Italia) no pasaba desapercibida. Los niños que visitaban la orden religiosa se le acercaban con toda clase de preguntas: si su piel era de chocolate, si sus besos podían mancharles la cara, si podían quitarle su color moreno con jabón… Sin embargo, ella siempre respondía con humor; la curiosidad de los niños era el primer paso para hacer un vínculo con ellos.
Quienes dieron testimonio de haberla conocido de pequeñas, la recuerdan atenta y afectuosa. Dos hermanas huérfanas que habían vivido en el convento atesoraban en la memoria la caricia con la que Bakhita las despertaba, que las hacía sentir amadas a pesar de no estar junto a sus papás. También, dos pequeñas vecinas que la visitaban a diario contaron que ella les daba un pedazo de pan y les tiraba muchos besos desde la ventana de la cocina. Por su carácter alegre y servicial, nadie hubiera imaginado la dura vida que esta cocinera había llevado en Sudán, África, antes de ingresar a la orden.
Si bien ya no era legal en muchos países, en 1870 todavía era común que los negreros se dedicaran a la captura de africanos para venderlos. “Bakhita” significa ‘afortunada’. Este fue el nombre que recibió cuando la secuestraron en el bosque de pequeña; tan chica era que ni siquiera recordaba su fecha de cumpleaños ni su edad y, por el impacto que le había causado el rapto, se había olvidado hasta de su propio nombre. Fue vendida de una familia a otra. En total, tuvo cinco amos y estuvo expuesta a constantes episodios de violencia.
“Yo, Josefina Bakhita, soy definitivamente amada. Suceda lo que me suceda, este gran amor me espera”.
A los 13 años se hizo amiga de la hija de uno de ellos, una niña a la que cuidaba, y con el paso del tiempo, ambas ingresaron al noviciado de la Caridad en Venecia. Allí Bakhita conoció a Dios y supo que Él le había dado fuerzas para soportar la esclavitud, aunque recién en ese momento lo había conocido. En un mismo día, recibió el bautismo, la primera comunión, la confirmación y adoptó el nombre de Josefina Margarita Bakhita. Conservó el apelativo que sus captores le habían dado porque no guardaba rencor; todo lo contrario: “Si volviera a encontrar a aquellos negreros que me raptaron y torturaron –afirmó en una oportunidad–, me arrodillaría para besar sus manos porque, si no hubiese sucedido esto, ahora no sería cristiana y religiosa”. Su fama de santa la precedía, pero nunca en su vida ni póstumamente realizó milagros ni estuvo relacionada con fenómenos sobrenaturales, tan solo se dedicó hasta sus últimos días a la cocina y a la limpieza de la casa que compartió con su comunidad.
Benedicto XVI hizo una interesante observación acerca de la conversión de Bakhita: hasta entonces ella “solo había conocido dueños que la despreciaban, la maltrataban o, en el mejor de los casos, la consideraban una esclava útil. Sin embargo, se había encontrado con un Señor que estaba por encima de sus amos, sus señores. Y este Señor es bueno, la bondad en persona. Se enteró además de que Él también la conocía, que la había creado y que, más aún: la quería. ¡Ella era amada!”. Por otra parte, Bakhita también se identificaba con el destino que había sufrido Jesús y se sentía comprendida: “Su Dueño –señaló Benedicto– había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora estaba a la derecha de Dios Padre. En ese momento, tuvo esperanza. No solo la pequeña esperanza de encontrar dueños menos crueles, sino la gran esperanza”. ¿Cuál era? La de la redención a través de Jesús. Aunque tuviera que responder a sus amos, ya no era esclava: se sentía una hija libre de Dios. “Yo, Josefina Bakhita, soy definitivamente amada. Suceda lo que me suceda, este gran amor me espera. ¡Por eso mi vida es hermosa!”.
Lara G. Salinas