REFLEXIÓN.-

Pensar la crisis ecológica desde la Palabra de Dios

Como señala el biblista argentino Armando Levoratti existe un “lazo solidario que une a los seres humanos con la tierra madre” atestiguado en el texto bíblico, como por ejemplo leemos en el capítulo dos de Jeremías: “Yo los hice entrar en un país de vergeles, para que comieran de sus frutos y sus bienes; pero ustedes entraron y contaminaron el país e hicieron de mi herencia una abominación” (Jer 2,7).

La tierra en la mentalidad bíblica existe por voluntad de Dios, es posesión suya ya que Él es su Señor; es primeramente el espacio vital del hombre donde se desarrolla la civilización humana. Por otra parte, la tierra es el lugar de lo imperfecto y lo transitorio, del pecado y de la muerte. Es decir, que la tierra es el lugar del límite. Toda creación se encuentra frente al límite de no darse la existencia a sí misma.

“Escuchen la palabra de Dios, israelitas, porque el Señor tiene un pleito con los habitantes del país: ya no hay fidelidad ni amor, ni conocimiento de Dios en el país. Solo perjurio y engaño, asesinato y robo, adulterio y extorsión, y los crímenes sangrientos se suceden uno tras otro. Por eso, el país está de duelo y languidecen todos sus habitantes; hasta los animales del campo y los pájaros del cielo, y aun los peces del mar, desaparecerán” (Os 4,1.3).

La relación entre el hombre y la tierra como un vínculo

Frente a la magnanimidad del Dios Creador que ofrece a los israelitas un país, una tierra, un vergel, el pueblo “contamina” la tierra y las situaciones de pecado que afectan la vinculación con el prójimo inciden trágicamente en el curso de la naturaleza.

Lo que sucede al hombre, como comunidad humana, tiene una incidencia sobre la tierra que ocupa. El pecado del hombre, como ruptura de la alianza con Dios, es una “contaminación” no solo del hombre, sino también de la naturaleza en que asienta su vida.

La tierra se ha recibido, como Providencia de Dios, frente a la necesidad del pueblo que vive oprimido, sin poder satisfacer sus necesidades: “Dijo Yahvé: ‘He bajado para librarles de la mano de los egipcios y para subirlos de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel’” (Cf. Ex 3,7-8).

Esta tierra que ha sido dada y a la que los hombres fueron conducidos puede ser recibida por la comunidad de dos modos: como un territorio para dominar o como un espacio para labrar y cuidar.

En el libro del Génesis, Dios bendice a Adán y Eva y les encomienda: “Sean fecundos y multiplíquense, llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar y a las aves de los cielos y a todo animal que se mueve sobre la tierra” (Gn 1, 28). La lectura que se ha hecho de este pasaje suele hacer foco en el mandato de dominación y es objeto de las críticas del ecologismo debido a que, durante años, fue motivo para legitimar el pensamiento antropocentrista, depredador y antiecológico del hombre.

Es necesario realizar una lectura más abierta a la actual sensibilidad ecológica sobre este pasaje, que sea más fiel al texto bíblico y a la relación que el Señor nos pide que establezcamos con la Tierra, que podemos encontrar en el segundo capítulo del Génesis: “Tomó, pues, Dios al hombre y lo dejó en al jardín de Edén para que lo labrase y cuidase” (Gn 2, 15).

En el Génesis, Dios se revela como Señor de la Creación y el hombre, imagen de Dios, participa de ese señorío como administrador y protector del suelo que habita. Su tutela está sujeta a su libertad y por eso abre la posibilidad al pecado, a la “contaminación” de aquello que le fue dado para cubrir sus necesidades vitales.

La presencia del mal, la irresponsabilidad del hombre, su intento de romper los límites (Cf. Gn 3, 1-7), trae consigo efectivamente la discordancia: la violencia entre los hombres, representada en Caín (Cf. Gn 4), la agresión hacia la naturaleza, que se vuelve hostil al hombre (Cf. Gn 3, 16-19) e infecunda por la sangre derramada (Cf. Gn 4, 10-11).

El vínculo entre el hombre y la tierra y los mandatos de Dios

La Creación y vida del hombre, bíblicamente está ligada a un mandato creacional que limita la autonomía del hombre al señalar que no debe apoderarse del discernimiento del bien y del mal (Cf. Gn 3, 2-3). El relato creacional reserva al Creador el señalar cuál es el camino del bien para la vida del hombre porque le permite su realización.

Con ese mismo sentido podemos leer el mandamiento del descanso sabático de la tierra que indicaba la obligación de dejar los suelos en barbecho cada siete años.

“Seis años sembrarás tu tierra y recogerás su producto; al séptimo la dejarás descansar y en barbecho, para que coman los pobres de tu pueblo, y lo que quede lo comerán los animales del campo. Harás lo mismo con tu viña y tu olivar” (Ex 23 10-11).

Estas leyes afirman el dominio absoluto de Dios sobre la tierra, ya que hasta los campos guardarán el descanso del sábado semanal y cada siete años.

“Habló Yahvé a Moisés en el monte Sinaí diciendo: ‘Habla a los israelitas y diles: Cuando hayan entrado en la tierra que yo voy a darles, la tierra tendrá también su descanso en honor de Yahvé. Seis años sembrarás tu campo, seis años podarás tu viña y cosecharás sus productos; pero el séptimo año será de completo descanso para la tierra, un sábado en honor de Yahvé: no sembrarás tu campo, ni podarás tu viña. No segarás los rebrotes de la última siega, ni vendimiarás los racimos de tu viña sin podar. Será año de descanso completo para la tierra. Aun en descanso, la tierra los alimentará a ti, a tu siervo, a tu sierva, a tu jornalero, a tu huésped, que residen junto a ti. También a tus ganados y a los animales de tu tierra servirán de alimento todos sus productos’” (Lev 25, 1-7).

Estos preceptos defienden los derechos del pobre y del extranjero, y aseguran el descanso de los hombres y animales. La ley de santidad para el pueblo, expresada en el Levítico, tiene un sentido “eco-teológico”, donde el derecho de Yahvé como propietario a decidir cómo utilizar la tierra no está dirigido “a un enriquecimiento basado en privilegios, porque Él no necesita nada, sino que la finalidad es que también la tierra (como los hombres y los animales) goce del derecho a la regeneración”.2

Tanto es así, que el texto bíblico interpreta el destierro como consecuencia de desatender los mandamientos de Yahvé. Mirando al pueblo de Israel, es un tiempo de desolación y de catástrofe; pero mirando a la tierra, se trata de una reparación histórica, donde se permite el descanso (barbecho) que no había sido concedido por Israel.

“Y a los que escaparon de la espada los llevó cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos de él y de sus hijos hasta el advenimiento del reino de los persas; para que se cumpliese la palabra de Yahvé, por boca de Jeremías: ‘Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años’” (2 Cr 36, 20-21).

En este sentido los mandatos de Dios expresados en la relación Creador-creatura instalan una relación “creatura-creaturas”, donde la tierra también creada no es un mero instrumento para el hombre sino un vínculo, una relación, que debe ser cuidada. Así la relación del hombre con Dios es un límite para el pecado del hombre; el hombre no es señor absoluto de la Creación sino un administrador responsable de los bienes que le han sido ofrecidos para que desarrolle su existencia.

El límite de ser sujetos de una relación

La mentalidad bíblica nos coloca en una dimensión de relación. Aún las catástrofes son percibidas por el pueblo de Israel como una problemática relacional: el pueblo ha perdido la alianza con Dios, ha abandonado su vinculación con el Creador y por eso es castigado justamente, debe reparar su error y restaurar la alianza.

En nuestra mentalidad contemporánea ya no podemos asumir las desgracias ambientales como fruto del pecado, ni aún desde la fe sostenemos una imagen de un Dios castigador y vengativo.

Pero sí es una clave de interpretación de las problemáticas ambientales pensar al hombre en relación con la tierra y con las creaturas.

Esta relación es un límite a la voracidad humana, nos convierte en sujetos de un vínculo que nos auto-limita y protege así nuestro espacio vital de una explotación destructiva. El límite custodia al hombre de una autoexplotación, que incluye la explotación de su propio espacio vital.

Byung-Chul Han, filósofo de mucha actualidad, señala que cuando el hombre se libera de ser “sujeto”, de “estar sujeto”, por ejemplo a la ley de la tierra, se vive como un proyecto que construye el mismo.3

El hombre se “libera” del mandato de cuidar la tierra y se vuelve él mismo un “proyecto” que ejerce violencia en forma de rendimiento, optimización y explotación sobre sí mismo y, en consecuencia, sobre los recursos naturales. Así lo que parece una experiencia de libertad, de romper las cadenas de una fuerza que esclaviza en el mandamiento religioso, comienza a engendrar ella misma una nueva esclavitud: el mandato ahora es produce, rinde, da más.

Al ser esta una sociedad del rendimiento, más libertad significa más obligación de producir. El rendimiento genera una auto-explotación que derrumba a la persona, en nuestra visión, derrumba a la persona y al ambiente vital; “desarrolla una auto-agresividad que no pocas veces desemboca en el suicidio”.4

Vivimos, denuncia Byung-Chul Han, en una sociedad que ha pasado de estar apoyada en el “deber” a una sociedad del rendimiento, asentada en el verbo “poder”: ¡tienes que poder! Dado que el “deber” se conforma como un límite al incremento es sustituido por el “poder” de la motivación, la iniciativa, en definitiva, el “proyecto”.

El hombre liberado del “deber” y de los mandatos es más libre para explotarse a sí mismo y así también explotar su espacio vital.5 El explotador, desde la mentalidad bíblica que nos ha iluminado, se explota a sí mismo y al espacio vital que le ha permitido desarrollarse y sustentarse.

Es necesario volver a pensar el sentido de los mandamientos de Dios, no podemos verlos como una cárcel que nos impide ser libres, sino más bien como una señal que nos indica un límite, una protección frente a nuestras propias fuerzas que podemos utilizar destructivamente.

También podemos descubrir que hay mandamientos en las ideologías y en los sistemas económicos, por ejemplo, los que impulsa el sistema capitalista neo-liberal: produce más, rinde más, da más. Cuando estos “mandatos” se imponen sobre los recursos naturales se genera un dinamismo de extracción destructor de la naturaleza que se nos ha encargado cuidar. Un ejemplo de esto es claramente la mega-minería.

Podríamos señalar, para concluir, que la relación del hombre con Dios es un límite para el hombre; este no es dueño para despojar la Creación de todos sus bienes sino un “cuidador” responsable de la riqueza de la Creación en que ha sido creado.

P. Juan Bautista Duhau, MPD

1. Levoratti, A., “Ante la crisis de la ecología”, Comentario Bíblico Latinoamericano: Nuevo Testamento, Estella, Verbo Divino, 2007, p. 104.

2. Uehlinger, C., “El clamor de la tierra, el clamor de los pobres…”, Concilium 261 (1995), p. 801.

3. Cf. Byung-Chul Han, En el enjambre, Barcelona, Herder, 2014, p. 50.

4Ibid., p. 53.

5. Cf. Byung-Chul Han, La agonía del eros, Barcelona, Herder, 2014, p. 11.

Publicado en Cristo Vive ¡Aleluia! Nº209 (SEP-OCT 2017)