La visita del Papa a América Latina renovó el llamado a ofrecer la propia vida y a ser testimonio alegre del Evangelio.

No me gustan demasiado los encuentros multitudinarios. Por eso cuando en el diario donde trabajo me dijeron que iba a viajar para cubrir la gira de Francisco por América Latina en julio pasado, tuve cierto escozor. Admiro y quiero a este Papa, pero la idea de estar cerca de él junto a miles de personas que gritarían, empujarían y se pelearían por tocarlo no me entusiasmaba.

“La gente te empuja y te aprieta, ¿y preguntas quién te tocó?”, le reclamaron los discípulos a Jesús cuando Él sintió que de su cuerpo había salido una energía que había curado a alguien en medio de una multitud (Cf. Mc 5, 21-43).

Recordando ese pasaje de la Palabra, y sabiendo que en la visita de Francisco habría también mucha gente, me di cuenta de que, al igual que los discípulos, podía perderme la mejor parte si me quedaba en el alboroto.

Entonces, comencé a descubrir lo maravilloso en esta extensa gira papal de ocho días por tres países y puedo asegurar que me brotaron las lágrimas constantemente.

Creo que el milagro arrancó hace dos años y medio. El paso del tiempo nos acostumbró a lo increíble. Porque ¿no sentimos acaso un estallido de gracia único en nuestro corazón el 13 de marzo de 2013, cuando los cardenales eligieron como pastor de la Iglesia católica universal a un hombre casi desconocido, proveniente de la remota Argentina? Siempre asocié la llegada de Francisco al papado con la inesperada elección que Yahveh hace de David. “Y eligió a David su siervo, lo sacó de los apriscos del rebaño, lo trajo de detrás de las ovejas para pastorear a su pueblo” (Sal 78, 70-71).   

América Latina es, efectivamente, un rebaño sin demasiada influencia en las grandes decisiones globales. Sin embargo, en ella se concentra el 40% del pueblo católico mundial, y todo indica que el Espíritu Santo consideró que la Iglesia debía darle más protagonismo a esta región y que los latinoamericanos podían contagiar la frescura y la espontaneidad propias de su idiosincrasia a los católicos del mundo.

Por eso era tan importante ver qué sello personal imponía Francisco en este primer reencuentro con su continente (el viaje a la Jornada Mundial de la Juventud en Brasil 2013 había sido un compromiso heredado de Benedicto XVI).

“Uno como nosotros”

Lo primero que me llamó la atención fue la calidez y la espontaneidad tan propias de Francisco, que hacen que los latinoamericanos puedan reconocerlo como “uno de nosotros”.

Recuerdo en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, a una señora de 75 años, Damiana Váldez, que esperaba el paso del pontífice agarrada a una valla en el primer lugar y no la quería soltar, para asegurarse verlo de cerca.

Sus nietos la convencieron de que le cuidarían el lugar y Damiana aceptó retirarse unos metros para conversar conmigo. Me mostró las manos arrugadas y me dijo: “Mire mis manos. Están curtidas por el campo. Yo cultivo claveles. Y aún ahora sigo trabajando. Francisco es también un trabajador, un ser humano como yo, que además habla como yo. Pero lo veo a él y veo a Jesucristo entre nosotros”.

Me sorprendió la claridad de esta mujer sencilla. Damiana no se aferraba a la valla durante horas porque estuviera obnubilada por el carisma de una personalidad mundial. Reconocía en Francisco a “un ser humano”, igual que ella. Lo que la hacía agarrarse a la baranda con todas sus fuerzas era la mirada de la fe, la esperanza de que vería por un instante el rostro de Jesucristo en ese argentino que pasaría en el papamóvil. Y con eso le bastaba.

Ensalzó a los humildes

Pero este viaje fue mucho más que el reencuentro afectuoso de un hombre y de su “patria grande”, como dijo él.

Muchos dicen que el discurso de Francisco a los movimientos populares del 9 de julio en Santa Cruz de la Sierra tuvo el valor de una encíclica. Es el clamor de un pastor que habla en nombre del rebaño frente a “las graves situaciones de injusticia que sufren los excluidos en todo el mundo”, y a un sistema que “ya no se aguanta”.

Pero lo revolucionario de este discurso, además de su contenido, fue que no estuvo dirigido a grandes líderes mundiales, príncipes o reyes. Por el contrario, allí se podían ver cartoneros, vendedores ambulantes, artesanos, campesinos e indígenas. “Me atrevo a decirles que el futuro de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad de organizarse y promover alternativas creativas”, dijo Francisco.

En Santa Cruz de la Sierra entrevisté al viceministro Alfredo Rada, que coordinó la reunión del Papa con los Movimientos Populares. Él me habló sobre el significado de este discurso: “Hasta ahora todas las reuniones de los grandes líderes para resolver los problemas mundiales no han sido de utilidad para la gran mayoría de los que habitamos este planeta. Por eso Francisco está empoderando un movimiento de las bases con la esperanza de que pueda dar resultados diferentes”.

Como mensajero de un Dios que reconoce el poder de los sencillos, Francisco dijo: “Ustedes, queridos hermanos, trabajan en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y mata”. Y en nombre de un Dios que ensalzó a los humildes, el Papa argentino profetizó: “De esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que luchan por subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este mundo”.

“ME ATREVO A DECIRLES QUE EL FUTURO DE LA HUMANIDAD ESTÁ, EN GRAN MEDIDA, EN SUS MANOS, EN SU CAPACIDAD DE ORGANIZARSE Y PROMOVER ALTERNATIVAS CREATIVAS.”

Cuando Francisco habla de llegar a las “periferias” no lo hace únicamente pensando en mostrar compasión cristiana por el más débil, sino porque está convencido de que el verdadero cambio lo pueden protagonizar “los que viven cada día empapados en el nudo de la tormenta humana”.

Desde nuestra experiencia de la vida de alianza, en el Movimiento de la Palabra de Dios sabemos que el cambio más profundo se produce a partir del encuentro genuino entre las personas. Y el Papa considera que los sencillos de corazón están en excelentes condiciones para instaurar esta “cultura del encuentro” porque “ni los conceptos ni las ideas se aman; se aman las personas”.

¡Cuánta riqueza que hay en este discurso! Es un soplo de aire fresco con una propuesta diferente para los problemas del mundo.

El esclavo que está “haciendo lío”

Tuve, además, ocasión de conocer y contar para el diario varias historias de vida sobre el impacto que tiene la pedagogía evangélica de Francisco en los que sufren las adversidades de la condición humana.

Una experiencia que me conmovió fue la de Manuel de los Santos Aguilar, un campesino paraguayo de 18 años que relató su testimonio frente al Papa el domingo 12 de julio, en la reunión con los jóvenes en la costanera de Asunción.

Sus padres campesinos fueron engañados por una familia con la promesa de que le ofrecerían al chico un mejor nivel de vida en la capital paraguaya, y, desde los 10 hasta los 15 años, Manuel fue un “criadito”, un esclavo doméstico en pleno siglo XXI. Él tiene aún hoy dificultades para moverse por los golpes y castigos recibidos.

Al día siguiente de su reunión con el Papa, tuve ocasión de charlar con él. Me contó que hace dos años, cuando ya había recuperado la libertad, se había sentido particularmente llamado por la invitación del Papa a “hacer lío”. Y decidió entonces dedicar su vida a eso especialmente “a partir del encuentro con Dios, mi fortaleza”.

El domingo 12, cuando Francisco lo abrazó y le dijo “¡Fuerza, Manuel!”, él sintió que eso era una invitación a un gesto que venía demorando desde hacía tres años.

El lunes 13, cuando todos los medios del país hablaban del testimonio del “criadito”, una realidad que afecta a unos 50.000 menores paraguayos, Manuel se presentó sin previo aviso en la casa de sus antiguos “amos” en Asunción. La familia sintió terror cuando vio en la puerta al chico que todos habían visto el día anterior por televisión.

“¡Tranquilos!”, les dijo Manuel. Y los invitó a sentarse y conversar. Les contó que estaba terminando la secundaria y que ya tenía una beca para estudiar Medicina. “Quiero ser obstetra. Me gusta la vida”, les dijo. Al rato decidió abordar la cuestión de su esclavitud sin vueltas. “Vengo a decirles que los perdono”, les dijo.

La dueña de casa, temblorosa, sólo atinó a abrazarlo y decirle: “Eres muy valiente, Manuel”.

En el discurso final de su gira, Francisco había hablado precisamente de los “líos” que se está animando a hacer gente como Manuel, y realizó una invitación que incluye a todos: “Hagan lío y organícenlo bien. Un lío que nos dé un corazón libre, solidaridad, esperanza, un lío que nazca de haber conocido a Jesús y de saber que ese Dios a quien conocí es mi fortaleza”.

Rubén Guillemí

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 199 (SEPT-OCT 2015)