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El misterio de las espinas que lastiman la cabeza del Señor. 

La imagen de Cristo Rey nos presenta un rey con una corona de espinas. Esto puede parecer una contradicción, porque mientras que los reyes tienen coronas de oro, nuestro Señor lleva una muy diferente.

Jesús es el Rey del Universo y posee, como el Padre, el mismo imperio supremo y absoluto sobre todas las criaturas. Como Rey, Él tiene un poder inigualable: es el Hijo de Dios hecho hombre. Pero su modo de ejercer ese dominio, de gobernar, es el de un pastor: “Porque así habla el Señor: ¡Aquí estoy yo! Yo mismo voy a buscar mi rebaño y me ocuparé de él” (Ez 34, 11-12). Él está en medio de sus ovejas, incluso de las que se encuentran dispersas.

El Señor posee el poder por encima de todas las cosas que ocurren en este mundo y, para dilucidar este misterio de un Rey con una corona de espinas, nos puede ayudar pensar: ¿cuáles creo que son esas espinas? ¿Qué cosas le pinchan la cabeza y la frente a Jesús?

En el pasaje del Evangelio de Mateo, podemos encontrar una respuesta cuando el Señor enseña: “Lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40).

Con estas palabras, Jesús nos indica que uno de los lugares en donde se crean esas espinas que pinchan la cabeza del Señor es en medio de los vínculos, porque nos muestra que a Él lo trataron como, a veces, tratamos a los demás: “(…) estaba abandonado y no me socorriste, estaba preso y no me visitaste, tuve hambre y no me diste de comer, desnudo y no me vestiste (Cf. Mt 25, 41-43); es decir, como tratamos al prójimo, sobre todo al más necesitado, es como tratamos al Señor. Esto es importante porque tenemos que ver en qué medida también nosotros, en nuestro trato fraterno, clavamos espinas en la cabeza de Jesús. Estamos llamados a tratar a Jesús en los demás, en todos.

Otra espina gruesa que lastima al Señor es la cultura actual que, como sabemos, es una cultura de muerte y de violencia cotidiana, en donde los medios de comunicación muestran sobre todo las desgracias, los asaltos, las muertes, etc. Es una cultura que trata de aniquilar el valor que tiene la existencia de Dios, diciendo “no es necesario que Dios exista para vivir como yo quiero”, “yo sé vivir sin Dios”. Existe, en este sentido, un desprecio por reconocer la existencia del Señor y por preguntarle a Él cómo hay que vivir. Dios puede enseñarnos cómo hacerlo, por ejemplo, enseñarnos a cómo llevar humanamente una vida honrada y digna; cuando se afecta a Dios, se afecta al hombre.

El hombre sin su Creador no puede vivir, tiene que cubrirlo con cosas que terminan siendo desgracias y se queda sin un Maestro que le enseñe cómo vivir bien.

Entonces, como síntesis, nos puede surgir una pregunta: ¿cuál es el poder de este Rey que se deja maltratar por nosotros? La respuesta está en la Palabra: “Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos” (1 Cor 20); no es un rey cualquiera, sino que tiene poder sobre la muerte. Si bien todos vamos a morir, por la “descendencia adámica” que tenemos, vamos a resucitar como resucitó Jesús. Él es el primero, pero no el único. Con Él, resucitarán todos los que hayan vivido de acuerdo con una vida que pueda ser reconocida por Dios como digna del ser humano.

Jesús nos presenta a un Rey que nos llama a tener una vida resucitada, a resucitar de todo lo que sea muerte en nosotros, a salir de cualquier sepulcro interior en el cual estemos metidos.

El poder de Dios nos da la gracia suficiente para que podamos vivir como resucitados. Así podremos vivir una vida nueva, eso que tanto se busca en la sociedad, una vida de amor, de paz social, de solidaridad, de confianza en los demás, en donde las rejas que ponemos en nuestras casas no sean más importantes que la confianza en el otro.

Podemos tomar conciencia de todo esto. Si Jesús se presenta como Buen Pastor, como el Hijo de Dios hecho hombre, se presenta como alguien que Dios mismo envía porque es nuestro Padre. Él es un Padre amante de lo que ha creado, por lo tanto, amante de cada uno de nosotros. Y Jesús quiere que tomemos conciencia de que Dios es nuestro Padre.

Por eso el Señor quiere que aprendamos a invocarlo como tal. Jesús nos enseña la oración del “Padre nuestro que estás en el cielo”; nosotros podemos repetir una y otra vez: “Padre mío, Padre mío, Padre mío”: eso va a permitir que vivamos con la identidad de los hijos de Dios. Por eso, agradezcamos y alabemos al Señor.

Padre Ricardo, MPD

Extracto de la homilía del 25 de noviembre de 2017.