Él viene a vencer al pecado y a traernos vida nueva.

Dios es amor y ama a cada persona, a cada hombre. Sin embargo, el pecado le impide al hombre experimentar ese amor porque, por sí mismo, no tiene la posibilidad de superar esta condición y llenar su vacío de amor.

Después de la caída de nuestros padres, Adán y Eva, Dios se inclina hacia el hombre rápidamente. Dios, omnipotente y padre al mismo tiempo, realiza su proyecto de amor para la criatura y la Creación para que podamos volver a entrar en su designio inicial. De hecho, el Señor no abandona al hombre a su destino sino que prepara la solución al problema más grande de la existencia humana: el pecado.

Luego del pecado original, Dios pone una luz de esperanza sobre este hecho tenebroso y oscuro: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón”

(Gén 3,15).

De este modo se inicia la transformación que atraviesa todo el Antiguo Testamento y que tomará el nombre de “historia de la salvación”. “Pero cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos adoptivos” (Gál 4,4-5).

En Jesús, el Hijo Unigénito, Dios realiza la promesa de la salvación: “Sí, Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).

Jesús es el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho a su pueblo a través de los profetas al transformarse en la última y definitiva Palabra de Dios: “Después de haber hablado antiguamente a nuestros padres por medio de los Profetas, en muchas ocasiones y de diversas maneras, ahora, en este tiempo final, Dios nos habló por medio de su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo el mundo” (Heb 1,1-2).

Jesús venció a Satanás

Jesús se hizo don de Dios para la humanidad. Su nombre, en arameo, significa “Dios salva”. Y Él le ha dicho a la humanidad: “Tómame y sálvate” (Cf. San Anselmo).

¿De qué cosas ha venido a salvarnos? De Satanás, del pecado y de la muerte, que es consecuencia del pecado.

Él nos salva de Satanás, el príncipe de este mundo (Cf. Jn 16,11 y Jn 14,30), homicida (Cf. Jn 8,44b) y padre de la mentira (Cf. Jn 8,44c). Satanás no tiene poder contra Jesús, porque Él lo somete y lo vence: “Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo, llenándolo de poder. Él pasó haciendo el bien y curando a todos los que habían caído en poder del demonio, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38).

EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS ES POSIBLE VIVIR UNA VIDA NUEVA.

Satanás es el primero que incita al hombre a pecar; lo agita en contra del querer de Dios y después lo acusa delante de Dios mismo. Jesús es quien justifica, perdona y realza: “Y escuché una voz potente que resonó en el cielo: ‘Ya llegó la salvación, el poder y el Reino de nuestro Dios y la soberanía de su Mesías porque ha sido precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que día y noche los acusaba delante de nuestro Dios’” (Apoc 12,10). San Pedro Damián escribió que las heridas del Redentor son como las hendiduras en las que nuestra alma ha puesto la esperanza. Si somos débiles, si estamos privados de fuerzas, podemos y debemos colocar nuestra confianza en Jesús porque él ha vencido al mundo (Cf. Jn 16,33).

Salvados del pecado

Jesús viene a arrancar el pecado del mundo para dar a cada hombre la posibilidad de vivir con libertad de toda esclavitud: “Pero ustedes saben que él se manifestó para quitar el pecado, y que él no tiene pecado” (1 Jn 3,5).

El ángel le había revelado a José qué nombre ponerle al niño, manifestando así el sentido de su misión: “Ella dará a luz un hijo, a quien pondrás el nombre de Jesús, porque él salvará a su Pueblo de todos sus pecados” (Mt 1,21).

Al releer con atención las palabras del cuarto canto del siervo de Yahvé, en algunos pasajes apenas se pueden contener las lágrimas: “Hombre de los dolores, que bien conoce el patíbulo, él ha cargado con nuestros sufrimientos; cargó sobre sí con nuestras rebeliones; fue perforado por nuestros delitos, golpeado por nuestra iniquidad. El castigo de nuestra salvación ha caído sobre él, se ha abatido sobre él, pero sus llagas nos han sanado… El Señor cargó sobre Él todos nuestros pecados” (Cf. Is 53,3-7). Dios no tiene una lista de pecados que se nos mostrará a cada uno al terminar nuestra existencia terrena. El pecado que en Jesús se nos perdonó, Dios ya lo olvidó completamente. No lo veremos más, no será recordado y no seremos reprendidos.

Dios se ha hecho hombre para hacernos como Él

“Ustedes estaban muertos a causa de sus pecados y de la incircuncisión de su carne, pero Cristo los hizo revivir con él, perdonando todas nuestras faltas. Él canceló el acta de condenación que nos era contraria, con todas sus cláusulas, y la hizo desaparecer clavándola en la cruz” (Col 2,13-14).

Y esto lo hace para siempre: “Al árbol que no produce frutos buenos se lo corta y se lo arroja al fuego” (Mt 7,19). Nadie puede acusarnos frente a Él y menos condenarnos: “Por lo tanto, ya no hay condenación para aquellos que viven unidos a Cristo Jesús” (Rm 8,1).

Jesús nos salvó mediante su encarnación, muerte y resurrección: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14). Jesús se humilló para venir a habitar en medio de nosotros (Cf. Heb 4,15; Fil 2,6-8) y se hizo pobre para hacernos ricos (Cf. 2 Cor 8,9).

“De hecho, el hijo de Dios se ha hecho hombre para hacernos como Dios” (San Atanasio de Alejandría). “El hijo unigénito de Dios, queriendo que también nosotros fuéramos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza humana para que, hecho hombre, hiciera dioses a los hombres” (Santo Tomás). Jesús no huyó, no murió por sí mismo sino que se entregó voluntariamente a la muerte por amor, para hacerse cargo de nuestras faltas: ha tomado sobre sí todo nuestro sufrimiento y, muriendo sobre la cruz, ha crucificado en la carne también nuestro pecado: “A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que nosotros seamos justificados por él” (2 Cor 5,21).

El hombre viejo murió

Jesús ha arrancado también las consecuencias del pecado. En la cruz de Jesús ha muerto todo aquello que no nos permitía vivir como hijos de Dios y, a través de su sangre, fuimos rescatados, lavados, purificados y justificados. Podemos así renacer como criaturas nuevas en Cristo Jesús. Las cosas viejas quedan en el pasado. El hombre viejo está muerto y ahora somos criaturas nuevas, como nos recuerda San Pablo: “El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente” (2 Cor 5,17).

La resurrección trae vida nueva

La obra salvífica de Jesús no terminó sobre la cruz: después de tres días, el poder de Dios lo resucitó de la muerte, dejando nuestro pecado muerto para siempre. Jesús, además, ha resucitado a una vida nueva para ofrecérnosla a todos nosotros. Jesús es la victoria de Dios: “Cuando lo que es corruptible se revista de la incorruptibilidad y lo que es mortal se revista de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: la muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? Porque lo que provoca la muerte es el pecado y lo que da fuerza al pecado es la ley” (1 Cor 15,54-56).

Con su resurrección, Jesús dio a la humanidad una nueva posibilidad. Si un muerto resucita, entonces para todos los demás no hay imposibles: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los afligidos encuentran consolación y esperanza. En la resurrección de Jesús es posible vivir una vida nueva. La alegría, la paz, la paciencia, la comprensión, la libertad, la justicia y la armonía son posibilidades reales en este mundo gracias a la resurrección de Cristo. En Él no existe más la muerte, en Él todo es vida.

EN LA CRUZ DE JESÚS HA MUERTO TODO AQUELLO QUE NO NOS PERMITÍA VIVIR COMO HIJOS DE DIOS.

¡Jesús está resucitado, está vivo! Esta es la verdad que el día de Pascua las mujeres y, después, los apóstoles llevaron al mundo. Jesús ha traído la salvación total para cada uno y para todos, para siempre: “Muchos de los que habían escuchado la Palabra abrazaron la fe, y así el número de creyentes, contando solo los hombres, se elevó a unos cinco mil” (Hch 4,12). Jesús no nos salva hoy. Él ya nos salvó hace dos mil años con su muerte y resurrección. Invocar el nombre de Jesús es invocar su salvación (Cf. Hch 2, 21); recibir a Jesús es recibir su salvación: “Y Jesús le dijo: ‘Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombres es un hijo de Abraham’” (Lc 19,9). Entonces, con alegría y confianza, invoquemos su nombre para hacerle espacio en nuestro corazón. Así experimentaremos su salvación. Porque, como dice la Escritura, “quien invoque el nombre del Señor será salvado” (Cf. Hch 2,21).

N. de la R.: G. M. Pietrogrande, “Gesù è la salvezza”. Revista Rinnovamento nello Spirito Santo, marzo de 2015.

PUBLICADO EN LA REVISTA CRISTO VIVE ¡ALELUIA! Nº 206 (MAR-ABR 2017)