Jesús nos enseña a servir a los demás y a hacerlo con sencillez y amor.

En el Evangelio, justo antes de la Última Cena, se relata el episodio en el que Jesús les lava los pies a sus discípulos (Cf. Jn 13,1-20). Allí se nos revela que él no lo hizo como un gesto ejemplar, para transmitir una enseñanza o para reprocharles que a ninguno de ellos se les hubiera ocurrido. Por el contrario, el episodio nos muestra que Jesús lo hizo porque los amaba profundamente.

Cuando terminó de lavar a todos, vino la enseñanza, que tuvo una fuerza indiscutible: “Hagan ustedes lo mismo que hice yo”; “repitan esto”. Fue prácticamente la misma exhortación que haría luego de partir el pan y compartir el cáliz.

Aunque hoy nosotros no tengamos los pies sucios porque no andamos descalzos ni los caminos son de tierra, la posibilidad de tener este gesto de amor servicial, de ocupar el lugar de Jesús es un honor. En algunas ocasiones, esto nos costará mucho: otros, como los discípulos, verán la toalla y la palangana con agua y pasarán de largo o se harán los desentendidos. Solo el recuerdo del amor servicial de Jesús podrá darnos el valor y las fuerzas para optar de distinta forma y lanzarnos al servicio.

En esta experiencia, aquel que sirve se hace pequeño frente al otro, porque de los pequeños es el reino de Dios. Ambos abren en su corazón un camino de reconciliación, de sanación interior, de aceptación de sí mismos, de cierre de heridas pasadas y presentes, de superación de los miedos, de liberación interior de ataduras, vicios y pecados, y de descanso en el amor.

Aunque a veces desconozcamos el contenido preciso de los gestos de servicio que hacemos, es una certeza que, a través de ellos, trasmitimos siempre a Jesús y su mensaje. En este sentido, cualquier gesto será superador, porque Jesús se apropia de él y lo ve como suyo, y porque forma parte de su mandamiento nuevo, el del amor servicial que nos hermana entre nosotros y con él.

Vivir con disponibilidad

Cuando Jesús envió a Pedro y a Juan a preparar la sala para la cena pascual, ellos arreglaron el lugar para que nada faltara y colocaron un recipiente con agua y una toalla para los lavados de rigor. ¿Habrán pensado en que alguno de ellos tendría que lavarles los pies a los asistentes? Seguramente no.

Por eso, cuando Jesús se levantó de la mesa, tomó la toalla y se arrodilló, ellos se incomodaron y Pedro reaccionó impetuosamente. “Jamás me lavarás los pies”, dijo (Jn 13,8). No solo no pensó en hacerlo sino que tampoco quiso que Jesús lo hiciera.

Algo así nos puede pasar a nosotros: organizamos todo lo que nos toca hacer en el día siguiente pero ¿acaso pensamos en que Jesús puede presentarse y decirnos: “Lávame los pies, te necesito”? Se nos acerca un conocido o un desconocido que nos requiere con urgencia, por ejemplo, y todo lo que preparamos se derrumba. ¿Qué hacemos? ¿Esperamos a que se encargue otro? ¿Lo “despachamos” rápido, para seguir con nuestras cosas? ¿O lo atendemos porque Jesús está en él?

Jesús no improvisó en los gestos de la última cena. Él nació servidor y murió así. Su servicio al Padre salvó a los hombres, porque reparó nuestra negativa a ofrecernos por los demás y nos enseñó cómo quiere Dios que lo sirvamos: que nos consumamos por nuestros hermanos así como lo hizo su Hijo.

“El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida” (Mc 10,45); “Yo estoy entre ustedes como el que sirve” (Lc 22,27), proclama el Evangelio. Y así hizo Jesús hasta que subió al cielo. Ni la misma resurrección que lo convirtió en Señor pudo menguar su vocación al servicio.

Ciro Marchesotti
Ciudad Evita
Prov. de Buenos Aires

PUBLICADO EN LA REVISTA CRISTO VIVE ¡ALELUIA! Nº 206 (MAR-ABR 2017)