Del asombro al reconocimiento y, de este, a la gratitud.

En Palestina hay una calle que da una forma de cuchilla a una colina. Es empinada y a veces ríspida, pero sobre cada uno de esos adoquines están escritas las palabras reconocimiento, gratitud, alabanza. Es el sendero de montaña que une la llamada “Fuente de la Virgen” (Ein Karem) con la casa –según la tradición– de Isabel y Zacarías, un santuario franciscano llamado “De la Visitación”.

Hacia allí, un día como cualquiera, se encaminó una joven. Se llamaba María y venía de Nazaret. Hacía un viaje de último momento para ayudar a su prima Isabel, una mujer de edad avanzada que se acercaba al final de su embarazo. María traía un gran secreto y muchas ganas de contárselo a Isabel y a todos, quizás utilizando la poesía y la alabanza. Así nació el canto del Magníficat (Cf. Lc 1, 46-55) como ejemplo de oración de alabanza y de agradecimiento.

Este es el recorrido que estamos llamados nosotros también a seguir cada vez que pronunciamos e invitamos a la alabanza: dejarnos asombrar, reconocer el don y agradecer.

El asombro y sus obstáculos

Maravillarse es un don, un descubrimiento, que no tiene nada de predecible, ni de obvio o programado. Desestabiliza, rompe los esquemas y hábitos, nos obliga a bajarnos del pedestal que construimos desde la razón e impulsa hacia horizontes inexplorados, sobre todo en el encuentro con otros.

El dejarse asombrar además nos hace entrar en la dimensión de la pasión pura. No hay que temerle a la posibilidad de que la vida nos “encante”. Nuestra capacidad de disfrutar de la alegría es directamente proporcional a la capacidad de maravillarnos.

Aristóteles enseña que la maravilla nos impulsa a filosofar y se puede agregar que de allí también brotan la poesía y la música. Entonces el corazón late veloz y apasionado. La admiración y el éxtasis no se venden ni se compran, son don que nace de un corazón libre y puro. Por lo tanto, como una semilla, necesitan de cuidado y de ternura. Podríamos preguntarnos: ¿cuándo comienza a manifestarse el asombro y cuál es la condición ideal que favorece su surgimiento?

No es fácil ofrecer respuestas a eso, pero podemos reconocer que la dureza del corazón es el mayor obstáculo que se interpone entre nosotros y la admiración. Ella nos hace sentir que es inútil mirar alrededor, relacionarse con otros, decir “gracias” y expresar nuestro reconocimiento frente a la novedad de la vida. Llenamos nuestro vacío interior con charlas superficiales y otras distracciones, temiendo quizá que el sonido del silencio se transforme en desastre.

NUESTRA CAPACIDAD DE DISFRUTAR DE LA ALEGRÍA ES DIRECTAMENTE PROPORCIONAL A LA CAPACIDAD DE MARAVILLARNOS.

El camino del redescubrimiento de la maravilla comienza en el silencio interior y exterior, y se alimenta de la humildad, verdadera maestra de la vida. Un corazón humilde es aquel que espera todo como un regalo y lo reconoce como tal. Esto no es un episodio aislado, sino una forma de vida construida día a día, protegida con la oración y la escucha de la Palabra de Dios, verdadera fuente de agua viva.

Reconocer al otro luego de dejarse maravillar es el primer paso para iniciar un camino de reciprocidad porque permite apreciar la diversidad como un recurso. La gratitud es el segundo paso y da como resultado el descubrimiento de que somos, unos para otros, dones gratuitos. Manifestar la gratitud restablece el vínculo y reanima la relación interpersonal. La verdadera gratitud alimenta una buena reciprocidad.

La envidia es un enemigo escurridizo y rastrero junto con la presunción de la autosuficiencia y del orgullo. Centrar todo en nosotros mismos nos impide acordarnos del otro y de los frutos de la relación con el otro, una posición estratégica de la que surge el agua del reconocimiento. El secreto para encontrar la gratitud es estar atentos, levantar los ojos, salir de nosotros mismos, del resentimiento, de la apatía y del andar con la pesadez del corazón endurecido.

La importancia del “gracias”

El maravillarse por las cosas, por lo cotidiano, por lo simple, puede convertirse en una forma de vida y, para no empantanarlo en la inmadurez, es necesario hacerlo llegar a la gratitud. El reconocimiento no sirve si solo se siente en el corazón; tiene que ser expresado.

El asombro y el reconocimiento van de la mano y deben ser manifestados. Jesús mismo parece apreciar el reconocimiento cuando cura a diez leprosos y solo uno de ellos regresa: “Volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: ‘¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?’ Y agregó: ‘Levántate y vete, tu fe te ha salvado’” (Cf. Lc 17, 11-19). No solo curado sino salvado, y esto en virtud del “gracias”.

Descubrirse curado, expresar el estupor y la maravilla, llevan inevitablemente al reconocimiento y a la alabanza. El “gracias” dado y recibido habilita, como al samaritano, a recorrer caminos inexplorados hasta terminar en la alegría y en la alabanza.

Giovanni Alberti
(Traducción de Laura Paz)

Fuente: “La gioia della lode”, en Rinnovamento nello Spirito Santo, 2-2015.

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 200 (NOV-DIC 2015)