Editorial de la Palabra de Dios

Una hermana nazarena se refiere a los inicios de la Obra, evocando hechos que tuvieron lugar hace más de treinta años. Su experiencia constituye un relato de los orígenes que se actualiza cada vez que un hermano se incorpora a los grupos.

Más allá de lo que hubiera elegido o incluso imaginado, la Providencia de Dios quiso que mi vida se entroncara con la de la Obra desde sus inicios.

Empecé a formar parte de los “grupos juveniles de oración” en Buenos Aires, hacia el mes de marzo de 1974, antes del primer Retiro de Pascua que realizara el Movimiento, cuando tenía 16 años. Luego del segundo año de camino recibí el llamado a la vida consagrada, y comencé la primera comunidad de Nazaret femenino en 1980, a los 22 años.  En la actualidad acabo de cumplir los 50 y vivo en la provincia de San Juan, adonde llegué con la misión de iniciar una nueva comunidad de Nazaret.1

La Pascua fue un antes y un después en mi vida. Al terminar ese retiro sentí que era así, ¡y cuánto más puedo decirlo ahora, a la luz de todo lo vivido en estos 34 años!

Cursaba 4º año en el colegio Ana María Janer; era una alumna “aplicada”, “buena” y cumplía con mis obligaciones, incluso las de la fe. Pertenecía a una familia creyente y participaba de la misa todos los domingos, pero mi fe en Dios no le decía nada muy comprometido o de fondo a mi vida. Era algo importante, pero nada más que eso.

En el colegio, la catequista nos invitó a un retiro en Semana Santa. Para poder participar y demostrar verdadero interés, había que ir un viernes antes y comprometerse a seguir asistiendo los días viernes. Con semejantes requisitos, dudaba si valdría la pena. Además, los viernes tenía clase de violín. Sin embargo, decidí ir una vez, aunque sin estar dispuesta a seguir participando.

Con esa disposición, llegué a la “Pascua I”,como después la llamamos. El retiro fue en una casa quinta de Castelar, en la zona oeste del Gran Buenos Aires. Al entrar había un cartel naranja colgado de pared a pared que decía “Jesús me da su libertad”. Yo pensaba: “El hombre es un ser libre… es obvio esto de la libertad”, pero en realidad sólo lo sabía racionalmente, no con la vida. Y ésa fue la experiencia de la Pascua: Jesús nos  dio su libertad, como decía el cartel, lema del retiro… libertad para encontrarnos con Dios en la oración y el encuentro fraterno, libertad para expresarnos en voz alta en la oración comunitaria, libertad para alabar a Jesús. Con alegría, felicitábamos al final del encuentro de oración a quienes se animaban a orar espontáneamente en voz alta.

El P. Ricardo no sabía cómo hacer para enseñarnos “los gestos” de la oración (porque casi nadie tenía experiencia de oración espontánea), y entonces había traído unas diapositivas con dibujos de distintas posturas para mostrarnos cómo orar perdón, alabanza, etcétera. ¡El Espíritu Santo es creativo! Y así lo experimentamos desde los comienzos.

El Viernes Santo, después de hacer un Encuentro en la Palabra2 –distribuidos en pequeños grupos en el jardín de la casa– se armó espontáneamente un trencito de alabanzas a Jesús con todos los grupos juntos. La Palabra nos hacía conocer el Amor de Dios y ¡qué menos que alabarlo! Celebrarlo así, juvenilmente, felices, con todo lo que teníamos en ese momento para ofrecer.

Ahora descubro que este retiro selló mi vida con el carisma de la Obra: la oración, la Palabra, la fraternidad. Salimos de aquel lugar con una  propuesta: el horizonte de ser una comunidad como la de los Hechos de los Apóstoles. Era un gran desafío, una invitación que me comprometía y hasta daba temor por no saber lo que vendría; pero la gracia era más fuerte que todo esto. Desde aquel momento quise continuar esa experiencia y creo que no falté a ninguna reunión comunitaria (y, por supuesto, cambié mi día de clase de violín).

A partir de entonces el colegio se transformó: la catequesis se llenó de testimonios, y en toda ocasión buscábamos invitar a todas las compañeras a vivir la experiencia que habíamos tenido y que estaba llenando nuestras vidas. Orábamos antes de comenzar las clases, en los recreos, en las horas libres o cuando nos reuníamos a estudiar en alguna casa.

La experiencia del Espíritu –que luego llamamos “el Pentecostés de Flores” fue lo que completó el camino del primer año comunitario. Maríanos había invitado en su Jornada de agosto, a terminar el año “en subida”, a ser fieles en medio de las “podas” del camino, cuando el entusiasmo inicial de la Pascua iba declinando. Y eso fue lo que experimentamos con el descubrimiento del Espíritu y la oración llena de vida y de poder: una nueva fuerza para caminar nuestra vida, un nuevo impulso testimonial y misional. Queríamos que todos conocieran la vida del Evangelio que se nos revelaba no sólo como un libro de lectura sino como un camino de vida.

Al año siguiente, preparando la Pascua II, nos reuníamos a orar diariamente la semana anterior pidiendo que esta experiencia del Espíritu la recibieran también los hermanos varones, que hasta el momento nos miraban como con cierta desconfianza, pensando que esto era “cosa de chicas”. El Señor escuchó la oración y la Pascua II fue un derramamiento de Espíritu para todos (¡también para los chicos!).

Ese mismo año (1975), cuando estaba en 5º año del colegio y en el segundo de los grupos, mi compañera de banco  –que también participaba de los encuentros– y yo comenzamos a sentir que el Señor insinuaba algo así como una dedicación mayor, una entrega más radical. Yo sentía que quería vivir todos los días de mi vida como en los grupos, en un ambiente de oración, fraternidad y comunidad, donde la Palabra de Dios estuviera siempre presente.

A comienzos de 1976 realizamos el 1° Cursillo de Evangelización y allí recibí –con claridad y un fuerte impulso de la gracia– el llamado a la vida consagrada en Nazaret. Aunque en ese momento no hubiera nada como realización de este llamado y de esta nueva forma de vida de consagración laical, en mi interior apareció esta certeza.

Transcurrieron algunos años y el 25 de febrero de 1980 fue el día la inauguración de la primera comunidad de Nazaret femenino3. En medio de nuestra precariedad humana, comenzamos la vida comunitaria no sin dificultades para plasmar lo que cada una traía como anhelo. Con la ayuda pastoral, el Señor nos fue enseñando a poner prioridades y a ordenar la vida desde la opción fundamental; a caminar en Nazaret, siguiendo sus inspiraciones y buscar vivir la Alianza.

Después de todos estos años, sigo reconociendo la bondad de Dios que fue “amasando” nuestra vida en medio de las dificultades. Con fidelidad y paciencia sigue haciéndolo, cuando puede contar con nuestra ofrenda pobre pero sostenida a lo largo de toda la vida, cuando puede contar con la misma o mayor entrega y disponibilidad en tantos hermanos que Él sigue llamando, en medio de tantos otros hermanos que con distintas vocaciones construyen y sostienen el Movimiento de la Palabra de Dios.

Desde la experiencia de participar de esta gracia fundacional que el Señor ha derramado en el corazón del P. Ricardo –nuestro Pastor y Fundador–, recibo como don la alegría de ver que la vida del Evangelio es posible, que es Jesús quien recibe y sostiene la fidelidad y la entrega de cada opción; así, sigo reconociendo que vale la pena entregarle la vida al Señor.

Betty Massun
Comunidad Nazaret Femenino
Prov. de San Juan

1. Ver “Una nueva experiencia consagrada” en Cristo Vive, ¡Aleluia! n° 153,  p. 7.

2. Se trata de  una dinámica comunitaria de evangelización y oración. Poniendo en Común n° 13, Ed. de la Palabra de Dios.

3. Para el testimonio de los comienzos de Nazaret Femenino, puede leerse “20 años de Nazaret” en el número 123 de la revista.

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº161 – MAR-ABR 2008