Los encuentros con Dios son valiosos porque nos desbordan de amor.
El tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.
El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oran y aman, habrán hallado la felicidad en este mundo.
La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Él experimenta en sí mismo una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente rodeado de una luz admirable.
En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión; es una felicidad que supera nuestra comprensión.
Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con Él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
La oración es una degustación anticipada del cielo.
Hijos míos, su corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar al Señor. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo.
En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol. Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Miren: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y créanme, que el tiempo se me hacía corto.
Hay personas que se sumergen totalmente en la oración como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con Él del mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la Iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si quisieran deshacerse del buen Dios. Muchas veces pienso que cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.
San Juan María Vianney
Fuente: A. Monnin, Esprit du Curé d´Ars, Paris 1899, pp. 87-89.