Aunque uno atraviese situaciones de dolor, sufrimiento y vejaciones terribles, es posible ir más allá del odio y el rencor.
La Santísima Virgen apareció ante tres chicas en la localidad de Kibeho, Ruanda, en 1981. Ella advirtió sobre cuáles serían las consecuencias del creciente materialismo, la irreverencia y la inmoralidad sexual; señaló que todo eso traería desolación y que el país podría convertirse en “ríos de sangre” (ver sección María en el mundo).
La historia de una tutsi
Si los nombres y apellidos pudieran decir algo sobre cada persona, este sería uno de esos casos: Immaculée es el nombre de una de las sobrevivientes de esa gran masacre que enlutó a Ruanda y al mundo. El apellido, como es costumbre en ese país, fue puesto por los padres de la niña al nacer y por eso resulta único y distinto para cada hijo: Ilibagizasignifica nada menos que “resplandeciente y hermosa en cuerpo y alma”. Los padres de esta joven eran docentes y católicos. En el atroz 1994, ella tenía 22 años y estudiaba en la Universidad Nacional de Ingeniería Eléctrica y Mecánica, pero había ido de visita al hogar familiar con motivo de la Pascua.
Al comenzar la violencia contra los tutsis su padre la envió a refugiarse en la casa de un pastor protestante amigo de la familia. Allí, la joven se ocultó en un pequeño baño de 1,50 x 1 metro con otras siete mujeres. En esos tres meses, pasó de tener 52 a 29 kilos. Ellas apenas comían y se turnaban para estar un rato paradas, mientras escuchaban aterradas cómo las turbas venían de requisa una y otra vez para violar y matar.
Los tres meses de encierro voluntario
Como despedida, el padre le había entregado un rosario blanco y rojo y una recomendación: “Guárdalo siempre”. Cuando recuerda ese momento, Immaculeé se conmueve y comenta: “Nos miramos y fue como si algo en el corazón me dijera que ese era el último regalo que me iba a dar. Me di cuenta de que él me estaba entregando su herencia”. Hace poco más de un año le robaron ese preciado tesoro y dice que por eso lloró durante un mes, pero luego se dijo a sí misma: Mi padre no me regaló el rosario, sino la oración del rosario. El rosario puede perderse, pero la plegaria no”.
En el encierro, ella escuchó reiteradas veces el grito enfurecido de un hombre que decía: “He matado 399 cucarachas, Immaculeé será la 400. Es un buen número para matar”. Es plausible preguntarse si nunca hubo un quiebre en su fe. Ella confiesa que tuvo algunos momentos de debilidad durante el encierro en ese diminuto baño y las violentas requisas; sin embargo, “el dolor y el sufrimiento ofrecen un camino para abrir el corazón y los sentidos. No estaría hoy aquí sin esa fe que me mantuvo durante los días en que estuve escondida. Perdí la fe solo por unos minutos, pero la recobré incluso más firme. Dios vive en nuestro corazón y podemos hablar con Él en el silencio”.
Cuando le preguntan si en algún momento experimentó la pérdida de la paciencia y la esperanza, ella responde: “Cuando pierdes eso es porque tienes algo que es mejor. Y yo no tenía nada mejor que hacer, ni en qué distraerme. Si dejaba de rezar mi mente se volvía un infierno y empezaba a pensar en todo lo que me podía pasar: ‘Me van a violar, me van a cortar la cabeza…’ y no quería pensar en eso, era demasiado malo y muy peligroso, iba a llenarme de odio y miedo. Cuando rezaba, era el único momento en que encontraba paz en mi corazón. Así, rezaba decenas de rosarios por día”.
El encuentro con el asesino de su familia
Además de perder a su madre, su padre y dos de sus tres hermanos, a sus abuelos, tíos y primos, Immaculeé sufrió la desaparición de amigos, vecinos, compañeros de facultad, su casa, sus recuerdos de infancia y el futuro que había soñado. “Tuve momentos de ira, de frustración, de odio, momentos en que pensaba que quería vengarme por lo que le había pasado a mi familia –reconoce–. Pero llegó un momento en que me di cuenta de que me estaba convirtiendo en lo mismo que odiaba, en las cosas que no me gustaban. Cuando uno se convierte en alguien que odia se enferma y empieza a odiar a gente inocente, a niños que son hijos de las personas que te han herido, pero que son inocentes”.
Cuando terminó la matanza, ella retornó a su pueblo y en la prisión local se enfrentó con uno de los asesinos de su familia, el que había quemado su casa y se había apropiado de sus tierras. Se llamaba Felicien. El hombre lloraba. Ella tomó sus manos entre las suyas y le dijo que lo perdonaba.
Con la autoridad que le da su dolorosa experiencia, Immaculée sostiene que es posible perdonarlo todo: “El perdón no es un favor a otro. Es un entendimiento dentro de uno mismo y es un favor a uno mismo. El perdón, sin amor, es imposible. Espero que la gente aprenda a amar, a aceptar a los otros y a hacer el bien cada día porque la vida es demasiado corta”. Y asegura que “el perdón es lo único que tengo para ofrecer”.
Su vida, su misión y su mensaje al mundo
En 1998, cuatro años después del genocidio de Ruanda, Immaculée emigró a los Estados Unidos, trabajó un tiempo en las Naciones Unidas, se casó con un diplomático de Trinidad y Tobago y ahora tiene cuatro hijos: una joven de casi 16 años, un niño de trece y dos adoptados de su patria natal. Hace siete años se divorció. Ha escrito varios libros, pero el que narra toda su historia, Sobrevivir para contarlo, se convirtió en best seller: vendió millones de ejemplares y esta mujer se transformó en una mensajera de la paz y del perdón. Así recorre el mundo ofreciendo charlas, conferencias y compartiendo su experiencia para intentar sanar el corazón de otros. Ha recibido varios doctorados honorarios y reconocimientos por su labor humanitaria, entre ellos el Premio Internacional Mahatma Gandhi para la Reconciliación y la Paz.
La editorial que publicó sus libros más vendidos, Hay House Inc., sostiene y administra una entidad de caridad que, en homenaje a sus padres docentes, se dedica a ayudar a los huérfanos de Ruanda que tienen necesidades educativas, entregándoles becas que ella apoya decididamente.
Más que para el mundo, su mensaje y testimonio es para cada corazón. Ella afirma convencida: “La humanidad fue herida por este genocidio. Ruanda puede ser un paraíso de nuevo, pero se necesitará el amor de todo el mundo para sanar mi patria. Creo que podemos sanar a Ruanda y a nuestro mundo sanando un corazón cada vez (…) Otro mensaje que le quiero transmitir a la gente es que si yo puedo perdonar y encontrar un sentido a mi vida gracias al perdón, cualquiera puede perdonar (…) La verdad es que la felicidad solo se encuentra cuando nuestro corazón puede estar agradecido por todas las cosas con que Dios nos ha bendecido, no importan cuán pequeño o insignificante eso pueda parecernos. La vida tiene mucho que ofrecer y hay mucho amor para dar”.
Oscar R. Palazzo