El Espíritu Santo se manifiesta de distintas maneras en la vida de la Madre durante la concepción de Jesús y en sus primeros años.

Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”(Lc 1, 8b), dice el ángel a María; ¿qué puede significar la expresión “llena de gracia” en este contexto de anunciación? El ángel reconoce que en María hay una plenitud especial: está llena de Dios. 

Esto tiene una consecuencia directa: María está en las mejores condiciones para ser la Madre del Hijo de Dios. Nos dice la Palabra: “No temas, María, porque has encontrado el favor de Dios. Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, al que pondrás el nombre de Jesús”(Lc 1,30-31). 

Llama la atención el modo en que el ángel le dice estas cosas. El tono es imperativo. Parece que el ángel ya sabe que Ella dirá que “sí”. Pero además de revelarle el hecho de la concepción y el nombre, el ángel le revela la misión que encierra aquel nombre: “(…) será grande y justamente será llamado Hijo del Altísimo. El Señor le dará el trono de su antepasado David, gobernará por siempre al pueblo de Jacob y su reinado no terminará jamás”(Lc 1,32- 33). 

Pero María sigue desconcertada, por eso pregunta al ángel de qué manera podrá suceder todo aquello (Cf. Lc 1,34). En consecuencia, el ángel le revela el modo en que Dios hará su obra diciéndole: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el niño que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”(Lc 1,35). 

En toda esta empresa el Espíritu cumplirá un papel primordial. En efecto, rezamos en el credo: “(…) concibió por obra y gracia del Espíritu Santo”; Él es el que posibilita que María pueda concebir y dar a luz a Jesús, nuestro Señor y Salvador. El Espíritu Santo unido al “sí” de María posibilita la venida en carne de nuestro Redentor. Por este motivo se afirma que María es la “esposa del Espíritu Santo”. 

María concibe, pero no se queda encerrada en su casa esperando que nazca su hijo, sino que sale a visitar a su prima Isabel, de quien le ha dicho el ángel que está esperando un hijo (Cf. Lc 1,36). Por el solo saludo de María, Isabel queda llena del Espíritu Santo, que hace que el niño que lleva en su vientre dé saltos de alegría (Cf. Lc 1,41-44). 

Mediadora y testigo del obrar de Dios

En la visita a Isabel, el Señor nos quiere mostrar que en el milagro de la concepción de su prima, María tiene la misión de comunicar el Espíritu Santo del cual Ella está llena.El hijo de Isabel será nada menos que Juan el Bautista, el precursor de Jesús. Nos dice de él la Palabra: “(…) y estará lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su Madre”(Lc 1, 15b). 

Estas palabras profetizadas a Zacarías, anunciaron aquel encuentro entre María e Isabel, en el cual se cumpliría la profecía. En este sentido se entienden las palabras de exclamación de Isabel: “Dichosa tú por haber creído que se cumplirán las promesas del Señor”(Lc 1,45). 

María creyó y por eso pudo salir de sí a comunicar la gracia que solo le pertenece a Dios. Todos sabemos que la misión de Juan el Bautista no fue menor: fue llamado “el precursor”. En efecto, dirá de él proféticamente su padre: “Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, para decir a su pueblo lo que será su salvación”(Lc 1,77-76). Y más adelante nos sigue diciendo la Palabra de Juan: “(…) el niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu”(Lc 1,80). 

¡Cuánto tiene que ver María en todo esto! Podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que si Juan es el precursor del Mesías, María es la precursora de Juan, puesto que por aquel saludo que le dio a su madre Isabel, le comunicó la fuerza del Espíritu Santo que lo haría ser “el profeta del Altísimo”. 

Con Jesús, el Hijo de Dios, María fue “protagonista” y “testigo” de la gran obra de Dios. Protagonista, porque con su “sí” libre y confiado, aportó lo humanamente necesario para que el plan del Padre pudiera llevarse a cabo. Pero también fue testigo privilegiada de todo lo que Él obró por medio de su Hijo a medida que fue creciendo. La Palabra de Dios nos dice en este sentido: “María, por su parte, guardaba todos estos acontecimientos y los volvía a meditar en su interior”(Lc 2,19). Sin duda María era testigo privilegiada; pero esa contemplación de las maravillas de Dios no la dejó en la pasividad, sino que por el contrario la dejó en estado de “activa quietud”. Aunque no entendía mucho, Ella confió y creyó que la gracia de Dios tiene la suficiente fuerza para crecer y dar frutos a su debido tiempo.

P. Luis Peralta, MPD
Sacerdote nazareno
Comunidad Nazaret masculino de la Santísima Trinidad
Prov. de Córdoba

Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº220 (NOV-DIC 2019)