El amor a Dios y a los hermanos se manifiesta en las decisiones que cada uno toma.

La Sagrada Escritura emplea mucho la palabra “cumplir”; esto puede sonarnos como una forma de conducta legal, de poco valor humano.

El mismo apóstol Juan nos dice: “El amor de Dios consiste en cumplir sus mandamientos” (1Jn 5,3). Muchas veces se habla de cumplir la ley de Dios, cumplir su voluntad. Pero ¿qué es cumplir para vivir cristianamente?

Podemos pensarnos como creación de Dios. Todos los seres impersonales creados obedecen a Dios porque existen o se mueven por la ley que Dios puso en su ser. Un animal, por ejemplo, vive de acuerdo con sus impulsos naturales porque depende de ellos. También las piedras y las plantas tienen leyes físicas y biológicas que deben cumplir para existir y vivir. Pero los seres humanos no somos impersonales y tenemos conciencia; sabemos lo que somos, lo que queremos, y podemos orientar nuestra vida. Esa es la responsabilidad de nuestra libertad. 

El amor a Dios y su Amor por nosotros

Porque somos personas humanas tenemos no solo leyes físicas y biológicas, sino también leyes humanas y naturales que se llaman morales. Estas le expresan a nuestra conciencia lo que Dios quiere y lo que Él rechaza. Pero, para su cumplimiento en nuestras vidas, ellas dependen de nosotros. Podemos vivir siendo inmorales, deshonestos, corruptos. Es decir, aquí el cumplimiento está sujeto a nuestro querer, a nuestra libertad, a nuestro amor.  

Dios enriquece nuestra vida con su gracia y el don de la fe y el amor. Entonces, humanamente y a la luz de la fe, para el Evangelio y para nosotros, cumplir es sinónimo de amar. Si el cumplir lo vivimos como una forma de conducta externa, solo de “buena conducta”, somos como los fariseos del Evangelio a lo que Jesús llamó “sepulcros blanqueados por fuera y vacíos de vida por dentro”.

La Palabra de Dios no nos invita a cumplir con Dios para estar tranquilos, sino a amarlo con todo nuestro corazón. Por esto Jesús dice: “El que me ama será fiel a mi Palabra”. VER VIDEO

Pidamos al Señor el poder vivir en el amor que su Palabra nos da y viviremos como resucitados. Habremos edificado nuestra vida sobre la Roca firme que es el amor de Dios y su fidelidad hacia nosotros (Cf. Mt 7,21-27).

Por otra parte, la entrega de Jesús en la cruz expresa el amor que el Padre nos tiene, como también el amor de su mismo Hijo hecho hombre. Él quiso entregar su humanidad hasta el final en la cruz (Cf. Fil 2,6-4) como precio y rescate de nuestra vida de alianza en el amor de Dios. Y esto lo celebramos sacramentalmente en la Eucaristía. La Resurrección es el signo de que Dios aceptó la entrega de Jesús por nosotros y, en Él, nos da una Vida Nueva.

Podemos preguntarnos: Dios nos ha amado como el Padre que es; y nosotros ¿cómo lo amamos a Él? Cuando amamos a alguien, queremos saber qué es lo que le gusta para tratar de complacerlo. Lo que complace al Padre es algo que la carta de san Juan señala como su mandamiento: “Que creamos en su Hijo Jesucristo y nos amemos los unos a los otros como él nos pidió” (1Jn 3,23). Al Padre le agrada nuestra fe cristiana y que vivamos el mandamiento discipular de Jesús: que nos amemos los unos a los otros como signo de ser familia suya; Él se complace en esto.

Al Padre lo amamos, entonces, en la medida en que amamos su Palabra eterna hecha carne humana por nosotros y con nosotros. Que el Espíritu Santo nos dé su luz para ver cuánto amamos a Jesús. ¿Qué caso hacemos de sus enseñanzas? ¿Qué lugar ocupa su Evangelio en nuestras vidas? Porque, según eso, construimos el Cuerpo de Jesús, que es la Iglesia para salvación de todos los hombres y de todas las Naciones.

Vivir y permanecer en el Amor

Este pasaje concluye con un querer de Dios: “Iremos a él y habitaremos en él”. ¡Cuánto amor y cuánta humildad de Dios para desear hacer de nuestro interior una Casa suya! No quiere estar fuera, quiere habitar dentro, hablarnos desde dentro. 

Ese plural de Jesús, “iremos a él”, hace alusión a la Trinidad. Porque donde está el vínculo de Jesús con su Padre, está el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el Amor que hay entre el Padre y el Hijo en el misterio trinitario de Dios.

Cuando se busca amar en serio, no se ama de a ratos, se ama siempre.

Por eso, para que podamos creer en Jesús y amarnos entre nosotros, en Pentecostés se derrama el Espíritu Santo sobre la Iglesia. Y en nuestros corazones, como dice san Pablo, el Espíritu infunde el amor de Dios (Cf. Rom 5,5). Gracias al Espíritu podemos querer a Dios como hijos y tratarnos entre nosotros como hermanos. Él hace que reconozcamos a Jesús como Salvador y Señor, y a María, como Madre donada por Jesús. ¡Cómo sobreabunda el amor que Dios nos tiene! ¡Cuánto debemos querer amar a nuestro Padre del cielo! No dejemos de vivir y permanecer en Él.

El Espíritu Santo es el que nos enseña a vivir como personas. Lo más íntimo de los humanos es manifestar el amor en las decisiones que tomamos. Nuestras decisiones y opciones expresan lo que nosotros, como personas, queremos y amamos. Nuestra voluntad es la capacidad que tenemos de querer, de amar y de necesitar de la gracia de Dios para vivir en el Amor.

Es el Espíritu Santo el que nos permite permanecer en el amor de Dios manifestado en Jesús. Cuando se busca amar en serio, no se ama de a ratos, se ama siempre. Jesús enfatizaba esto: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9).

El Espíritu Santo nos impulsa a vivir la santidad del amor del Padre haciendo que nuestro querer, es decir, que nuestra voluntad coincida con la Voluntad del Padre. Porque en ella está la plenitud de la vida, de la santidad y del amor. Ese amor que se hace Pascua en la vida fraterna de los hijos de Dios (Cf. Jn 3, 14).

Somos llamados a vivir llenos del Espíritu Santo como Jesús y María, a confiar en Él en las pruebas y dificultades. Pidamos ser agentes de evangelización y santidad en el mundo.

Dios está dentro de nosotros. “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hech 17,28). En ese interior de Dios que es el Amor, para que “el amor con que tú me amaste –le dice Jesús a su Padre- esté en ellos y yo también esté en ellos” (Jn 17, 26b).

Hagamos nuestro el ruego de Jesús: “Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste” (Jn 17,21).  

¡Jesús y María, les pedimos que el Padre derrame su Espíritu sobre toda la humanidad de pueblos y naciones!

Padre Ricardo, MPD

Cristo Vive, Aleluia! Nº 227 (may-jun 2021)