Después de más de medio siglo de una guerra que dejó miles de muertos y enormes daños materiales, la pacificación de Colombia plantea inquietudes históricas: ¿cómo manejar la justicia, el castigo o amnistía a los culpables de crímenes atroces, la reparación a las víctimas, la búsqueda de la verdad, el perdón y la reconciliación?
Muchas preguntas en torno a cómo hacer justicia han ocupado un lugar central en las sociedades luego de la Segunda Guerra Mundial, durante el proceso de Nüremberg a los nazis; en la pacificación de Sudáfrica luego del apartheid; a lo largo de los juicios a las juntas militares en Argentina y cada vez que se propusieron leyes de amnistía y de perdón en el mundo. En todos los casos, la pista es la misma: no parece haber una fórmula ni una respuesta única.
Y a esto se le podría sumar otra pregunta: ¿es posible aplicar a los conflictos nacionales las enseñanzas del Evangelio sobre dar la otra mejilla, perdonar a los que nos ofenden… y hacerlo setenta veces siete?
A lo largo de estos años tuve la oportunidad de conversar como periodista con mucha gente que trabajó en el proceso de paz colombiano, con las víctimas de secuestros y con aquellos que perdieron familiares en el conflicto. Y puedo asegurar que este país dejó muchas enseñanzas sobre el recorrido del camino hacia la paz.
FELICES LOS QUE BUSCAN LA PAZ
Algo sorprendente es que las personas directamente afectadas por este medio siglo de guerra fueron las que más apostaron por la paz. Por el contrario, quienes no padecieron las consecuencias directas se mostraron mucho más exigentes.
Uno de los sucesos más crueles y a la vez más emotivos de este tiempo ocurrió en el municipio de Bojayá, a un centenar de kilómetros de la frontera con Panamá, una zona estratégica entre el Caribe y el Pacífico.
A comienzos de siglo allí luchaban las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y los grupos paramilitares. En mayo de 2002, asediados por el fuego entre ambos bandos, unos 1.500 civiles se refugiaron en la capilla local, en la casa parroquial y en la de las Misioneras Agustinas. Como la iglesia era totalmente ajena al conflicto, la gente creyó que esos serían lugares seguros.
Pero el 2 de mayo por la mañana, con la capilla repleta de refugiados, una bomba de gas y metrallas lanzadas por un mortero de las FARC rompió el techo y estalló en el altar. La explosión causó la muerte de casi cien personas, menores de edad en su mayoría, y un centenar de heridos.
El párroco Antún Ramos recuerda lo que vio: “Había gente despedazada, sin piernas ni manos, cabezas cortadas, sangre, mucha sangre. Incluso vi a algunos correr mutilados».
Al día siguiente, unas seis mil personas protagonizaron un éxodo masivo del municipio.
Pese a esta cruel experiencia, el pasado mes de octubre, mientras en todo Colombia triunfaba el “no” al acuerdo de paz con las FARC por el 51%, en el municipio de Bojayá se impuso el “sí” por el 96%. Solo un 4% se opuso. Y lo mismo sucedió en la mayoría de los municipios rurales que habían sufrido de cerca la violencia guerrillera.
El propio padre Ramos explicó su posición y su desacuerdo con el voto negativo: “No quisiera que nadie vuelva a pasar por lo que vivimos nosotros. Para conseguir la paz siempre hay que ‘tragarse una gran cantidad de sapos’. Es imposible llegar a la paz con odios, quedaría un detonante que puede estallar en cualquier momento”.
FELICES LOS QUE PERDONAN
Las dos palabras más conflictivas en un proceso de paz son siempre perdón y reconciliación. Algunas víctimas llegan a irritarse con solo escucharlas. Se sienten insultadas en su dolor si se les sugiere avanzar por este camino.
En este sentido, los colombianos pueden diferenciar bien el perdón, que es concebido como un camino individual, de la reconciliación, que se presenta como un largo proceso social.
Una de las víctimas más conocidas de las FARC es Pablo Emilio Moncayo, que fue secuestrado por la guerrilla cuando tenía 18 años y era cabo del ejército. Lo mantuvieron cautivo en condiciones inhumanas hasta los 30. ¡Doce años secuestrado en la selva, alejado de familiares y amigos! Le robaron su juventud.
Ahora, a los 38, le cuesta superar el pasado.
“Pasa el tiempo y a menudo me olvido de que ya no ando con cadenas. Al caminar en la selva había que tener mucho cuidado para no enredar las cadenas con una rama o algo del suelo, porque eso podía generar lastimaduras que en ese ambiente tardan mucho en curarse. También había que cuidarse de marchar al mismo ritmo que los otros compañeros para no caerse”, recuerda. “Y, aún ahora, muchas veces me volteo para cuidarme de no enganchar nada con mi ‘cadena’”, contó durante una entrevista hace algunos meses.
Pablo, además, sufre de intolerancia a los alimentos que le provocan graves descomposturas. Y, sin embargo, él es de los que pudo recorrer el camino interior del perdón.
“Sigo sintiendo mucha rabia por todo lo que aún vivo, pero me di cuenta de que esos sentimientos solo me envenenan a mí mismo. Además, a partir del diálogo con los guerrilleros durante esos 12 años, pude conocer los factores sociales que los llevaron a tomar las armas. No los justifico, pero aprendí a mirarlos desde otro lado”, contó.
Pablo entiende el perdón como una opción personal que él y tantas otras víctimas decidieron tomar para no llevar una carga tan pesada, y considera la reconciliación como un proceso social complejo al que eligió dedicarle la vida. Tras su liberación creó la fundación Región Sana que trabaja con escuelas de zonas aisladas en la prevención de la violencia social.
“En estos años pude hacer un proceso interior de perdón y, sinceramente, no tengo rencor. Si me encontrara por la calle con alguno de mis carceleros, les mostraría que el mundo en el que vivimos no es tan malo como ellos lo pintaban”, concluyó.
FELICES LOS QUE BUSCAN LA VERDAD
Otra cuestión que sorprende en la experiencia de Colombia es el rol de la verdad como un camino que acerca a los victimarios y a las víctimas. Pude escuchar de boca de los familiares el enorme alivio que les trae saber cómo ocurrieron los hechos, conocer la realidad, por más difícil que sea, y entender los motivos.
Durante muchos años, cuando leí sobre las comisiones de la verdad en Chile o en Sudáfrica que tenían como única misión el esclarecimiento de lo ocurrido, pensé que estas instancias eran apenas una excusa para la impunidad, para no avanzar con el juicio a los culpables.
Pero en Colombia y en otros países pude comprender que para muchos familiares de víctimas la verdad es incluso un valor superior a la justicia.
Fabiola Perdomo, de 47 años, me contó que desde que su esposo, el diputado Juan Carlos Narváez, fue asesinado en la selva por las FARC en 2007 junto a otros 11 legisladores después de cinco años de secuestro, lo que más la atormentaba era saber por qué los habían matado. ¿Qué había ocurrido? ¿Habían intentado escapar? ¿Los había matado la guerrilla o el fuego del propio ejército colombiano?
LOS JEFES GUERRILLEROS ENLAZARON SUS MANOS CON LAS DE LOS FAMILIARES DE SUS VÍCTIMAS.
Luego de muchos años de gestiones infructuosas, por intervención del arzobispo de Cali, Darío Monsalve, en septiembre pasado Fabiola y otros ocho familiares finalmente fueron invitados a La Habana para reunirse con los líderes guerrilleros y hacer todas las preguntas que los angustiaban.
«Llegué muy estresada. Se removió todo el dolor y el sufrimiento de estos años. Tenía diarrea, vómitos. Mucha rabia y dolor», contó Fabiola.
El encuentro duró cinco horas y fue un diálogo descarnado en el que los guerrilleros respondieron a cada una de las preguntas. «Ellos nos explicaron con detalle cómo fue la muerte de nuestros familiares. Y, luego, me impactó que suplicaron perdón. Vi un arrepentimiento sincero e, incluso, vergüenza por el daño que nos habían causado», dijo Fabiola.
«Después de saber la verdad sentí un alivio enorme», confesó la esposa del diputado Narváez. En una oración guiada por monseñor Monsalve, los jefes guerrilleros enlazaron luego sus manos con las de los familiares de sus víctimas. «Comenzamos a orar y fue muy duro cuando oí a los asesinos de mi esposo decir: ‘Dales, Señor, el descanso eterno y que brille para ellos la luz perpetua’». Pero, en ese momento, le dije a mi esposo: ‘Ya puedes irte a descansar en paz’».
VÍCTIMAS DEL CONFLICTO
La guerra en Colombia dejó ocho millones de víctimas: 975.000 murieron, 163.000 desaparecieron y 6,8 millones debieron trasladarse.
FELICES LOS QUE LLORAN
De todas las entrevistas con víctimas de la violencia en Colombia, la que más me impactó fue la que tuve con la excandidata presidencial Ingrid Betancourt, secuestrada por las FARC durante seis años hasta su liberación en 2008.
Betancourt vive actualmente en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, y tuvimos un diálogo telefónico desde París.
Me contó que su mayor sufrimiento durante el cautiverio fue el estar alejada de sus hijos Lorenzo, que era un adolescente de 13 años cuando la secuestraron, y Melanie, que tenía 16. En una emotiva carta que hizo llegar desde la selva en 2007, Ingrid confesaba algo que cualquier madre puede entender: “Todas las oportunidades perdidas de no ser mamá, de no estar allí para ellos, me envenenan los momentos de infinita soledad como si me pusieran un suero de cianuro en las venas”.
Pero, para ella y para miles de víctimas, la hondura del dolor y de tantas lágrimas en los años de secuestro guarda una proporción casi directa con su capacidad para disfrutar cada instante del momento presente.
“Estoy profundamente agradecida cada vez que puedo oír, ver y tocar a mis hijos. Y, después de seis años de dormir en la selva, hoy doy gracias cuando me levanto a la mañana y veo que sobre mi cabeza hay un techo».
Su sentimiento frente al proceso que vive el país es el de millones de colombianos que hoy miran hacia adelante con esperanza: “Experimento un enorme alivio al pensar que finalmente Colombia puede iniciar un tiempo de paz”.
Así Colombia se suma ahora a la larga lista de países que, como Alemania después del nazismo o Sudáfrica después del apartheid, toman la valiente decisión de poner a la paz y la reconciliación como motores de su historia.
Rubén Guillemí
PUBLICADO EN LA REVISTA CRISTO VIVE ¡ALELUIA! Nº 206 (MAR-ABR 2017)