Al comienzo de la vida de fe, la propuesta “amar a tiempo y a destiempo” resulta cautivante. Tal como ocurre en el período de enamoramiento en el vínculo afectivo entre dos personas, estamos deslumbrados y todo nos resulta fácil, agradable y placentero. Cautivados por la experiencia, no hay espacio para preguntarse por la posibilidad de responder a la propuesta con toda la vida: lanzarse a la aventura de amar parece irresistible. El encuentro inicial con el Dios vivo y verdadero es una experiencia totalizante; todo adquiere un sentido diferente: el Evangelio está al alcance de la mano y la santidad se vuelve una posibilidad real para nosotros.
Con el paso del tiempo la novedad se va perdiendo y el entusiasmo por dedicar la vida a ese proyecto desaparece. Entonces, hay margen para la pregunta sobre la posibilidad concreta de abrazar semejante propuesta: ¿es posible amar cuando lo que siento no es aquel entusiasmo que me movió al compromiso? ¿No es una hipocresía sostener una opción que ya no me resulta atractiva? ¿Tiene sentido comprometerse con un proyecto definitivamente renunciando a proyectos mejores que puedan presentarse en el futuro?
Del entusiasmo a la desilusión
Con la madurez humana como proceso de crecimiento, el ideal del amor auténtico parece ir alejándose cada vez más y la desilusión con nosotros mismos, con los demás, con las circunstancias de la vida parece empecinada en convencernos de que aquella experiencia inicial no fue real, de que todo fue producto del entusiasmo, una fantasía, algo lindo para recordar pero que no le dice nada a nuestro momento actual.
A veces dejamos que el ideal se vuelva idealismo: absolutizamos la imagen de cómo deberíamos ser, según nuestra medida, si viviéramos el amor que Dios nos revela en su Palabra. Cuando la realidad de nuestros límites, defectos y pecados nos devuelve algo distinto de lo que soñábamos ser, empezamos a cuestionar nuestras opciones fundamentales.
El idealismo se vuelve contra nosotros y pensamos que nunca podremos vivir a la altura del llamado que Dios nos ha hecho. Así el entusiasmo se vuelve frustración y lo que en un comienzo nos impulsó a lanzarnos al camino de la Vida nueva se vuelve un cuestionamiento existencial.
Si el ideal permanece como horizonte hacia el cual orientar nuestra vida, cuando el crecimiento humano nos hace más conscientes de la realidad de lo que somos y podemos como también de lo que no somos y no podemos, tenemos la oportunidad de resignificar el sentido de la salvación que Dios nos ofrece. No son nuestros méritos los que nos alcanzan la salvación, sino que es el amor incondicional de Dios el que hace posible que sostengamos la esperanza de la Vida eterna.
El ideal sigue animándonos a responder sabiendo que nunca lo alcanzaremos totalmente hasta que no nos encontremos cara a cara con el Señor, pero cada día es una oportunidad para dirigir toda nuestra energía en poner los medios para que ese ideal y nuestra realidad estén un poco más cerca.
Elegir supone renunciar
Hacer una opción de vida implica renunciar a cualquier propuesta que la contradiga. Para una cultura de la inmediatez, que busca el placer “aquí y ahora” como realización humana, comprometerse definitivamente equivale a una pérdida de libertad. Asumir algo para siempre impediría aprovechar una oportunidad mejor que puede aparecer mañana. Con esa mentalidad, todo se vuelve provisorio y la espera de la novedad de mañana impide vivir plenamente lo único cierto con que contamos para ser felices: el momento presente.
Hacer una elección definitiva, lejos de quitarnos libertad, la hace auténtica: somos libres de todo lo que se opone o no contribuye a la realización del proyecto de felicidad con que Dios nos pensó. Libres de todo lo demás, podemos dedicar nuestra vida a la concreción del ideal del amor al que fuimos llamados. No faltarán circunstancias de dificultad, de duda, de replanteo, pero si la fidelidad a la opción fundamental por Dios y el Evangelio sigue siendo el norte de nuestra brújula existencial, toda búsqueda no podrá sino conducirnos al amor, al bien, a la verdad.
Creer que buscar la voluntad de Dios nos eximirá de dificultades o del sufrimiento es no haber abrazado el misterio de la Pascua. La cruz de Jesús nos recuerda el poder del pecado y su fruto que es la muerte; y su resurrección nos da la certeza de fe de que la última palabra la tiene Dios y es una palabra de Vida eterna.
El valor de los mandatos y los compromisos
En nombre de Dios se han cometido atropellos a la libertad y los pecados institucionales pusieron en duda la autoridad de la Iglesia. Los mandatos de Dios perdieron su fuerza a raíz del descrédito que afectó a la institución eclesial como mediadora entre Dios y la humanidad. De allí en más, se empezó a considerar que la voluntad de Dios para mí solo yo puedo conocerla y solo yo tengo autoridad para discernir en qué medida estoy viviéndola.
Sin embargo, nuestra fe es comunitaria, se apoya en la revelación que Dios hace de sí mismo a la humanidad a través de su Palabra, de la Tradición de la Iglesia y de la enseñanza pastoral plasmada en el Magisterio. El progreso cultural y tecnológico debería posibilitarnos una mayor comprensión de esa revelación animándonos a vivir más profundamente aquello que profesamos creer.
Por esa fe creemos que los mandatos de Dios tienen como finalidad la defensa de nuestra dignidad y el resguardo de la promesa de Vida eterna para la que fuimos creados.
Cuando contemplemos cara a cara al Señor y el amor sea el vínculo natural que nos una a todos los demás, no habrá mandatos, no será necesario que se nos recuerde que hemos sido creados por y para el amor. Mientras tanto, en el camino de nuestra vida, más de una vez el amor como opción tropezará con nuestros límites, defectos y pecados; experimentaremos que no podemos sostenerlo, que es mayor lo que se opone a él que nuestras fuerzas para concretarlo. Ahí es donde la comunidad nos recordará, a través de los mandatos de Dios, cuál es nuestra identidad auténtica; nos animará a la libertad frente a lo que se opone a nuestra opción fundamental, no desde la exigencia estéril sino desde la compasión y la misericordia a imagen del Buen Pastor.
En este mismo sentido asumir un compromiso desde la fe no contradice nuestra autonomía personal, antes bien la hace plena. Comprometerse ante la comunidad es expresar que necesitamos de la gracia de Dios, de la cual ella es mediadora, para sostener nuestras opciones. El compromiso nos hace libres de las propuestas que nos invitan a cambiar el rumbo de nuestra existencia y le da a la comunidad la oportunidad de recordarnos que aquello que elegimos no depende de nuestra sola fuerza sino de la gracia de Aquél que nos llama y del acompañamiento de la comunidad eclesial, especialmente en los momentos más difíciles.
Tenemos nuestra esperanza puesta en el amor, que es más fuerte que la muerte. Animémonos mutuamente a vivir de cara a ese ideal, poniendo nuestra capacidad humana al servicio de la construcción de un mundo nuevo allí donde las circunstancias nos conduzcan, amando a tiempo y a destiempo.
Pablo Noriega, MPD
Sacerdote Nazareno
Nazaret masculino Alta Córdoba