Un matrimonio confió en la promesa de Dios: ellos creyeron que serían padres aunque nada indicaba que eso fuera posible.

Mi nombre es Silvia, tengo 43 años, soy psicóloga y estoy casada desde hace 11 años. Nací a los seis meses de gestación, con una hermana gemela que falleció al poco tiempo. Por mi nacimiento prematuro, mi salud física estaba muy comprometida y podía sufrir una parálisis cerebral. Me costó mucho todo: caminar, leer, escribir… si bien no lo hice en los tiempos estadísticamente establecidos, ¡sí lo logré en los míos! Además, pude concretar mis dos vocaciones: ser psicóloga y casarme. Cuando lo hice, me sentí realizada y pensé que los tiempos de cruz habían quedado atrás; pero no fue así. 

A los dos años de matrimonio, mi esposo y yo decidimos empezar a buscar un hijo. En ese momento, formar una familia era más un deseo de mi esposo que mío pues, con mi profesión y nuestro matrimonio, estaba satisfecha. Pensé que, para construir la alianza, había que ceder. Si yo lo amaba, le daría el gusto: decidí que íbamos a tener un hijo. ¡Qué soberbia, pensar que uno determina el tiempo de un nacimiento y que tiene el poder de decidir cuándo dar vida a otro! Sin embargo, los ocho años en los que estuvimos esperándolo nos demostraron que el Señor de la Vida es Dios y que solo Él sabe el “cuándo” y el “cómo”. 

Cuando hice la Convivencia de Cursillo, le pregunté al Señor si era su voluntad que formáramos una familia. La respuesta llegó en su Palabra: “Pero el ángel le dijo: ‘No temas. Zacarías, porque tu oración ha sido escuchada. Tu esposa Isabel te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan. Será para ti un gozo muy grande, y muchos mas se alegraran con su nacimiento, porque ese hijo tuyo será un gran servidor del Señor’. Zacarías dijo al ángel: ‘¿Quién me lo puede asegurar? Yo ya soy viejo y mi esposa también’. El ángel contesto: ‘Yo soy Gabriel, el que tiene entrada al consejo de Dios, y he sido enviado para hablar contigo y comunicarte esta buena noticia. Mis palabras se cumplirán a su debido tiempo, pero tú por no haber creído, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que todo esto ocurra’” (Lc 1, 5-20). Por medio de esta cita, el Señor me revelaba varias cosas: que sus tiempos no son los nuestros; que sus caminos son divinos y no humanos; que el mirar la realidad, de la imposibilidad, niega el poder de Dios en nuestra vida y nos deja mudos; y que por la misericordia del Padre se cumple la promesa, más allá de nuestra falta de fe.

Con el paso de los años, comenzamos a hacernos estudios de fertilidad y, luego, una cirugía. Éramos estériles, pero se desconocía el motivo.

A partir de entonces, el “mundo de los tratamientos para la fertilidad” nos dio la bienvenida. Trataban de vendernos la ilusión de que era posible tener un hijo cuando uno quisiera, siempre y cuando se hiciera todo lo que los doctores pidieran, sin cuestionar los costos y los efectos de los procedimientos; teníamos que hacerlo rápido, porque disminuían las posibilidades de embarazo con el avance de la edad. 

Hicimos tres inseminaciones con resultados negativos. Mi cuerpo se deformó por las hormonas y mi vientre estuvo vacío por tercera vez mientras nosotros estábamos silenciados por el dolor del duelo y el peso de la frustración.

Decidimos empezar terapia de pareja para restaurar nuestra comunicación, nuestra intimidad y reevaluar nuestro proyecto de familia. Así fue como decidimos no continuar con los tratamientos que ya no podíamos soportar, y anotarnos para adoptar.

 La paternidad adoptiva nos enfrentó con nuevos duelos, esperas e incertidumbres.

Si bien la realidad era semejante a la de Zacarías e Isabel, siguiendo la sugerencia de Nuestra Madre del cielo intentábamos guardar la promesa del Padre en nuestro corazón y cuando la esperanza y la fe se debilitaba, la comunidad –hermanos, familiares y amigos– nos sostenían.

En el 2012, una asociación Civil –desconociendo mi realidad personal– me invitó a coordinar un grupo de mujeres con problemas de fertilidad.

Gracias a mi terapia personal, a la de pareja, mi oración y la de muchos hermanos, ya me sentía anímicamente mucho mejor a pesar de no tener a nuestro hijo. Y tomé la decisión de capitalizar mi cruz ofreciéndola a otros que la estaban padeciendo al igual que yo. Humanamente era una locura; desde el Espíritu, una posibilidad de hacer fecunda la esterilidad.

El grupo comenzó a reunirse en septiembre y, encomendándome a María, yo lo coordinaba. Los llantos, las frustraciones, duelos y un dolor muy profundo invadían todo el encuentro. Yo solo estaba ahí escuchando y tratando de acompañar la cruz de otros, que también era la mía. A través de juegos y dinámicas, el nivel de angustia empezó a disminuir y surgieron nuevas posibilidades frente a la infertilidad. El grupo se trasformaba en un espacio de acompañamiento, sostén y esperanza que se contraponía al aislamiento y a la resignación personal. 

 Las cruces entregadas dan frutos de resurrección… 

 A fines de 2012, nos llamaron del juzgado para ofrecernos la adopción de Juan Jesús, un niño de dos años quien, el día en que cumplimos diez años de casados, comenzó a vivir con nosotros.

¡El Señor, a su tiempo y a su manera, cumplió su promesa y hoy estamos construyendo una familia adoptiva para gloria de Dios!

Silvia Andrea González
Mar del Plata
Pcia. de Buenos Aires

Publicado en Cristo Vive ¡Aleluia! Nº191 (MAR-ABR-2014)