En la familia se dan los aprendizajes fundamentales de la vida. A esto se refiere Francisco en su última Exhortación apostólica, Amoris laetitia.

La familia, como se experimenta tantas veces, es un espacio para el amor. Allí los esposos manifiestan su ternura; los padres e hijos aprenden a crecer en la amistad; los hermanos conviven con sus cualidades, valores y diferencias; se aprende a servir y ayudar a los necesitados; se abren las puertas para recibir a los que buscan bondad.

En la familia cristiana, especialmente, se aprende a reconocer y a tratar a Dios como a un Padre, se reconoce a Jesús como el mayor de una multitud de hermanos, se alcanza unidad por el Espíritu del amor, y se vive en la proximidad de nuestra Madre, la Virgen María, que es el modelo de la Madre Iglesia.

Sin embargo, convivir en el amor no es fácil. Exige vencer el cansancio, la agitación y la rutina. Cuesta darse el tiempo para la comunicación y el diálogo reposado pero es posible. Nuestra sociedad y la Iglesia necesitan de familias que, a pesar de las dificultades, luchen por un amor a toda prueba, delicado, generoso, fuerte y definitivo.

Este amor, que se conquista con esfuerzo, que a diario necesita el diálogo y el perdón, es hermoso. Y para sostener esta búsqueda, se cuenta con la gracia del sacramento del matrimonio, que es indisoluble. Recordar eso en épocas en las que todo se hace provisorio, cuando el matrimonio entra en crisis, es una exigencia del amor que se funda en la verdad: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mt 19,6b).

En la familia se tiene la posibilidad privilegiada de valorarse como personas y de hacer el ejercicio de aceptarse en la diversidad. Los jóvenes que sienten las urgencias del amor necesitan ver a la familia como un llamado al camino de alegrías y dolores que son la paternidad y maternidad generosa. Los niños precisan encontrarse y ver padres abiertos al don de la vida.

Es necesario que los hijos aprendan en las familias a cultivar el amor y el respeto mutuo y que, la gran lección que aprendan, sea amar a Dios. Es justamente ese amor que los llevará más adelante a buscarlo nuevamente en el matrimonio o como consagrados al servicio del Señor.

Allí donde las familias cuidan el espacio y el tiempo de diálogo con Dios, el diálogo en ellas se fortalece, porque escuchándolo a Él se aprende a escuchar y a comunicar sin dificultades. Así se aprende también que la oración es vida: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada” (Jn 15,5). Ser buenos esposos, padres, hijos o hermanos solo es posible en la proximidad de Dios que da la oración.

CUESTA DARSE EL TIEMPO PARA EL DIÁLOGO REPOSADO, PERO ES POSIBLE.

Una participación activa en la vida de la Iglesia, además, alimenta y acrecienta el amor: “La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano” (Familiaris consortio, 57). Solo a través de ella es posible alcanzar la fecundidad a la que llama el Señor.

La familia, como camino de amor, es una búsqueda constante de la confianza y la alegría, de la disposición al sacrificio por el otro, de la fidelidad y el cariño, de la disponibilidad y solidaridad, de la sencillez y la austeridad, de la reconciliación y el reencuentro. Hay una fuerte invitación a no dejarse ganar por las dificultades; Dios provee la fuerza necesaria para seguir buscando el diálogo y la bondad. Cada situación o problema familiar es siempre una oportunidad de crecimiento y conversión.

María y José son los primeros modelos de este amor hermoso que la Iglesia no deja de implorar para la juventud, los esposos y las familias, descrito en el Cantar de los Cantares. En el pesebre de Belén, en el hogar de Nazaret y en el monte de Jerusalén ellos supieron cumplir la voluntad de Dios. Que la Sagrada Familia acompañe y bendiga a las familias cada día, ayudándolas a crecer en la verdad y el amor, para que sean iglesias domésticas que den testimonio con sus hechos de lo que proclaman.

N. de la R.: Extracto de la carta de la Conferencia episcopal de Chile publicada en L’Osservatore Romano n° 22.

PUBLICADO EN LA REVISTA CRISTO VIVE ¡ALELUIA! Nº 203 (JUL-AGO 2016)