El Espíritu Santo, fiel a su identidad y misión, sigue impulsando a la Iglesia para el desarrollo de “una nueva evangelización” y de “una civilización del amor”. 

En la tradición pastoral del laicado eclesial se ha subrayado la importancia sustancial de la gracia sacramental. Pero el sentido y valor de una “vida discipular” como tal, ha sido poco percibido y promovido. 

El discipulado, como “seguimiento” de Jesús, ha quedado identificado con un camino de virtud para la santidad o en el llamado a la entrega consagrada a Dios. La consecuencia de esto ha sido la presencia de un laicado poco misional y evangelizador. Su tarea propia ha sido ocuparse de las realidades temporales: la familia, el trabajo y la vida social. No era propio del laicado evangelizar; de eso se encargaban los sacerdotes y religiosas. 

Una fe discipular es una invitación del Espíritu en la palabra “sígueme” y supone una conversión al amor de Dios que crea un proceso nuevo en la vida. No nos referimos a la conversión del pecado a la gracia, sino al desarrollo de la gracia en el desprendimiento para salir de sí y tener como centralidad de la vida, la santidad del amor; la santidad que contiene el amor de Dios. 

Hoy el Espíritu nos mueve y nos revela pastoralmente la dimensión del discipulado vinculado con un grado de adhesión a Jesús y sus enseñanzas. No simplemente con dejar el pecado. Es necesario proponer el seguimiento de Jesús a los laicos y ofrecerles una pastoral adecuada para ello. “Con frecuencia, naciones en tiempos ricas en fe y vocaciones van perdiendo su propia identidad bajo la influencia de una cultura secularizada… la Iglesia invita a todos los cristianos a redescubrir el atractivo del seguimiento de Cristo”, dice la Exhortación Apostólica después del Sínodo sobre la Palabra de Dios (VD, 96). Y “esta invitación es –añade– a todos los cristianos para que profundicen su relación con la Palabra de Dios en cuanto bautizados, pero también en cuanto llamados a vivir según los diversos estados de vida” (VD, 77).

Por eso, podemos tratar de señalar algunas características del discipulado. Es parte de una adhesión personal como respuesta a la invitación “si quieres ser discípulo mío”. El llamado al discipulado es una escuela para vivir el amor de Dios a partir del mandamiento de Jesús, mandamiento que completa la revelación del amor hecha a Moisés en el Sinaí. Por eso el discipulado comporta una respuesta a Jesús bajo determinadas disposiciones del corazón:

* Disposición al Señorío de Jesús: el creyente, llamado al discipulado, descubre a Jesús no solo como su Salvador sino también como su Señor. Esto requiere hacer de Jesús el Centro de la vida para vivir entregado a Él y desde Él. 

El discipulado no es un estado de vida, sino el modo de hacer a Dios el Centro de la propia existencia. Centro del proyecto de la propia vida, Centro de la vida matrimonial y familiar como llamado de Dios.

El discipulado no es algo extraño al laicado o, como si fuera “demasiado”, entonces es para otros. Es una invitación misional que en el Evangelio de Mateo alcanza a todos los pueblos (Cf. Mt 28, 19). Jesús llama a ser, también, él mismo el Centro del ejercicio del trabajo y la profesión para lo que asiste el Espíritu Santo, porque el trabajo, a ejemplo de san José, es también un lugar evangelizador. Es Señor de los propios bienes económicos, sean abundantes o escasos; incluso de una vida consagrada o sacerdotal. Si al laicado no se le propone vivir a Jesús como Centro de la vida, es difícil que se sienta llamado al discipulado.

El Señorío de Jesús pide participar de la alianza que el Hijo tiene con el Padre en la vida trinitaria. Así la vida del bautizado va a las raíces. El Padre es reconocido como la Fuente eterna del amor que corre hasta nosotros a través de su Hijo hecho hombre y del Espíritu Santo. El “sí” a ser discípulo es como terminar de salir de este vestigio adámico donde el centro práctico de mi vida soy yo mismo y no Dios. 

* Disposición a la disponibilidad: ella consiste en tener un corazón abierto, libre y dispuesto como el del Hijo que, en Jesús, se hace servidor de los demás y promotor de la vida comunitaria en el creyente (Cf. Mc 10, 35-45). Ella es consecuencia de reconocer el Señorío de Jesús. Pero es necesario cultivarla mediante el don del discernimiento para desarrollar coherentemente la vida, entre lo que sabemos y de lo que tomamos conciencia y lo que queremos y hacemos. Cultivar cómo se abre el corazón y se permanece en la libertad de espíritu, con el testimonio de la vida comunitaria del creyente.

El discípulo de Jesús vive la disponibilidad a Dios como un don de la gracia y santificación. Esta disponibilidad lo abre a la universalidad del amor de Dios y al servicio a los hermanos en la Iglesia y la sociedad. Y así, él puede aspirar a colaborar en la construcción y desarrollo de una Civilización del Amor desde la Familia eclesial de Dios. 

Entre nosotros no hay todavía una experiencia comunitaria laical que inspire, desde la doctrina social de la Iglesia, una presencia social significativa en lo legislativo, lo político, lo cultural. El número de laicos creyentes pasa desapercibido en el medio ambiente relativista.

“En la escuela de Jesús –dice Aparecida– aprendemos una ‘vida nueva’ dinamizada por el Espíritu Santo y reflejada en los valores del Reino”. Y añade: “El llamado a ser discípulos-misioneros nos exige una decisión clara por Jesús y su Evangelio, coherencia entre la fe y la vida, encarnación en los valores del Reino, inserción en la comunidad y ser signo de contradicción y novedad en un mundo que promueve el consumismo y desfigura los valores que dignifican al ser humano. En un mundo que se cierra al Dios del amor, ¡somos una comunidad de amor, no del mundo sino en el mundo para el mundo!” (Cf. Jn 15, 19; 17, 14-16)” (Aparecida, 29/05/2007, Nº 2).

* Disposición al mandamiento de Jesús (Jn 13, 34-35). Hay que descubrirlo como central, porque es su mandamiento. “Este es mi mandamiento” dice Jesús; no descarta los demás pero este es un mandamiento vincular y comunitario unido a la Nueva Alianza de su sangre.

El discípulo descubre la riqueza de una vida de alianza con Dios y sus hermanos, los demás hombres. Busca vivir el amor fraterno del mandamiento de Jesús, que puede recibirlo como experiencia en un cenáculo o comunidad fraterna de oración y es signo del discipulado.

Los demás deberían poder decir: “Estos deben ser discípulos del Señor por cómo se tratan”. Es vivir la fe y la gracia en un grado de adhesión discipular a Jesús. Le creemos a Jesús pero entonces no nos alcanza con “salvar el alma”, aunque eso sea lo fundamental. Porque Jesús además nos invita a vivir efectivamente bajo su Señorío. No es una obligación sino una invitación y supone entregarle concreta y prácticamente la vida por reconocimiento y amor a Él.

Por eso también, el discípulo anhela una vida comunitaria de la fe llena del Espíritu Santo. Muchas veces busca constituir comunidades para compartir la vida de fe, alabar a Dios y servir a los hermanos desde el Espíritu Santo. Esto como conciencia y novedad es fuerte. Hay personas que han rechazado trasladarse a otra ciudad que suponía una posibilidad económica importante y con mejores condiciones de vida porque no había una realidad laical comunitaria en ese lugar. Quiere decir que la comunidad de fe realmente se reconoce como un valor de la vida. Lo que se posterga por ella queda depositado como confianza en la Providencia del Padre Dios. 

Un laicado discipular implica recuperar la dimensión testimonial de la fe en la experiencia cristiana. Y también la dimensión evangelizadora y de colaboración pastoral que el laico puede prestar en la Iglesia. En las palabras de Benedicto XVI, el laico debe pasar de ser colaborador del sacerdote a ser corresponsable de la evangelización(Los laicos en la Iglesia, de la colaboración a la corresponsabilidad, L`Osserv. Rom., 12-06-09, p. 9). Esto no significa para el sacerdote perder autoridad jerárquica, canónica o moral. Al contrario, en nuestra experiencia, se gana en autoridad moral. A esta conciencia han ayudado los nuevos carismas en la Iglesia que agrupan no solo a consagrados, sino también a laicos en la variedad existencial de su estado de vida. Es una de las novedades del nuevo laicado discipular. La novedad de los movimientos es que abarcan a multitud de laicos que se comprometen con su fe, en el testimonio, el servicio eclesial y las tareas –especialmente solidarias– de la vida social.

Padre Ricardo

Publicado en Cristo Vive ¡Aleluia! Nº194 (SEP-OCT-2014)