¿Cómo conocer en profundidad al “don de los dones” que habita en cada uno?
Desde el bautismo, el Espíritu Santo nos hace “hijos de Dios” y continúa obrando en nosotros por medio de cada sacramento para llevarnos a ser “hijos en el Hijo”, porque es propio del Espíritu hacer que en nosotros habiten los mismos sentimientos y pensamientos de Cristo (Cf. Fil 2, 5-11; 1Cor 2, 16b).
El Espíritu Santo es el regalo más grande que podemos tener: es la “Persona”, el “Don” por excelencia. Por medio de Él, recibimos la vida divina en nosotros, como nos enseña el Papa Francisco: “El Espíritu Santo es aquel que nos mueve a alabar a Dios, nos mueve a orar: ‘Ora en nosotros’. Es aquel que está en nosotros y nos enseña a mirar a Dios y decirle: ‘Padre’. Y así nos libera de la condición de orfandad, a la cual el ‘espíritu del mundo’ quiere llevarnos. Por todas estas razones, el Espíritu Santo es tan importante y es el protagonista de la Iglesia Viva: es Aquel que trabaja en la Iglesia”.1
Al vivir en el Espíritu Santo y desde él, se expresan en el día a día del creyente lo que San Pablo llama los “frutos del espíritu”, en contraposición a los “frutos de la carne”. Se trata de un abanico de características que muestran un rostro de la humanidad que va en contra de los principios que mueve el mundo, como el amor, la alegría, la paz, la paciencia, la amabilidad, la bondad, la fidelidad, la humildad y el dominio de sí (Gal 5, 22-23). ¿Cómo no desear tener tales características? ¿Cómo no querer encontrarlas en quienes viven cerca de nosotros?
• Una persona real y no virtual
Lamentablemente debemos reconocer que el Espíritu Santo como Persona –su presencia de relación– es aún poco conocida y, sobre todo, poco invocada por los creyentes: “Un perfecto desconocido o incluso ‘un prisionero de lujo’; esto es el Espíritu Santo para muchos cristianos que desconocen que es Él quien ‘mueve a la Iglesia’, llevándonos a Jesús, haciéndonos ‘reales’ y ‘no virtuales’”, dice Francisco.
Por lo tanto, como indica el Papa, el Espíritu Santo podría ser en nosotros como un prisionero: su presencia personal, discreta y gentil a veces no es reconocida por el hombre. Esta es una Presencia que, al contrario, si es bien acogida, nos transforma de “cristianos virtuales” a “cristianos reales”, ubicándonos en una relación plenamente humana en lo divino, porque es una relación de amor y amistad con Dios: en una relación libre, de correspondencia inequívoca, entre el hombre-hijo y su Creador-Padre, que por su esencia es Amor.
En este tiempo fuertemente caracterizado por relaciones virtuales a menudo superficiales, tal vez hipócritas y frágiles por su inmediatez, quizás no sinceras y honestas, incluso cuando no están mediadas por pantallas o teclados, es todavía más difícil para el hombre concebir tal “Presencia” y esa relación.
• Ahondar en el misterio profundo
Necesitamos hacer un salto cualitativo: pasar de la conciencia doctrinal y de las vagas reminiscencias del catecismo a una experiencia personal, directa e interior del Espíritu Santo.
Cuando San Pablo les preguntó a los discípulos de la comunidad de Éfeso si habían recibido el Espíritu, ellos respondieron: “Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo” (Hech 19,2). Este es el riesgo que también corren los cristianos de nuestro tiempo. Se tiene apenas una idea vaga y confusa del Espíritu Santo que se posee. Esto es algo que no está facilitado por nuestras relaciones personales, ni por el cuidado poco atento en la preparación de los sacramentos. Por lo tanto, el hombre se conforma con lo que “aparentemente” sabe y no se siente impulsado a profundizar el vínculo con el Espíritu Santo.
“Y si preguntamos –dice el Papa– a muchas buenas personas: ‘¿quién es el Espíritu Santo para ti?’ y ‘¿qué hace y dónde está?’, la única respuesta que nos darán será que es ‘la tercera Persona de la Trinidad’: exactamente como lo aprendieron en el catecismo. Y con eso se quedan nuestros cristianos”. Esto es así, dramáticamente, esto puede suceder.
Entonces, es necesario y fundamental profundizar en el conocimiento y en la confianza con esta divina Persona, porque es propio del Espíritu Santo guiar y llevar al hombre a la verdad (Cf. Jn 16,13). Solo por medio de esta íntima comunión en el Espíritu “Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”.2
• Renacer de lo alto
Cuando Jesús se refiere al Espíritu, no lo hace como si fuera una fuerza genérica o una energía indeterminada, sino que lo da a conocer a los suyos como “el Consolador”, por lo tanto, como una Persona (Cf. Jn 16,7), con los rasgos de su esencia y su misión.
El Espíritu Santo no es un “personaje” que hace su papel en el Nuevo Testamento; de hecho, si ponemos atención a la Palabra, descubrimos que Él estuvo presente desde el principio a lo largo de toda la Revelación: del Génesis (1, 21) al Apocalipsis (22, 17). Y hoy, ¿cuántos de nosotros podemos decir que invocamos cada día al Espíritu Santo y sentimos su presencia en la vida cotidiana? Si, como hemos visto, esuna presencia personal, ¿por qué no lo buscamos continuamente?
Cuando Nicodemo, el jefe de los judíos, encontró a Jesús, lo escuchó decir que para ver y entrar en el Reino de Dios hace falta renacer de lo alto, “del agua y del espíritu” (Cf. Jn 3). Por consiguiente, un signo del Espíritu Santo es que despierta la fe, tal vez muerta. Hace renacer la esperanza, quizá resignada a la mediocridad, y la caridad, a menudo indiferente al más necesitado. Es necesario renacer cada día del Espíritu Santo para ver y amar a Jesús, para tener sus mismos sentimientos y pensamientos, a fin de que su rostro se muestre al mundo a través de nosotros.
El Espíritu Santo quiere conducirnos siempre a Jesús. Así como la estrella que guió a los magos hacia el Niño de Belén, el Espíritu ilumina nuestro camino para llevarnos al Señor y adorarlo. La vitalidad de nuestra fe y nuestra continua renovación espiritual se basa intrínsecamente en esta comunión con el Espíritu Santo.
El Cardenal Leo Jozef Suenens, quien fue un gran impulsor de un soplo renovador en la Iglesia católica durante el Concilio Vaticano II, dijo una vez: “Soy un hombre de esperanza porque creo en el Espíritu Santo”.
El Espíritu de Dios nos ofrece la verdad sobre quiénes somos y la esperanza a la cual estamos llamados. La promesa de Jesús es clara: “También les aseguro: pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? (…) Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc 11, 9-13). La cuestión, entonces, es creer y pedir, invocar al Espíritu de Dios y permanecer unidos a Él. ¡Ven, Espíritu Santo!
Federico Luzietti
Fuente: Revista Rinnovamento nello Spirito Santo Nº 11/2016. Traducido del italiano por L. di Palma.
1-Las citas al Papa Francisco de esta reflexión pertenecen a su Meditación diaria del 9 de mayo de 2016.
2-Gaudium et spes, 22.
Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº222 (MAY-JUN 2020)