Editorial de la Palabra de Dios

Cuando nos toca atravesar tiempos de desolación y tristeza, hay un poder que solo proviene de Dios.

En medio de la angustia
La desolación espiritual nos sucede a todos. Puede ser más fuerte o más débil, pero el estado oscuro del alma, sin esperanza, desconfiado, que no tiene ganas de vivir ni posibilidad de ver el final del túnel, lleno de agitación en el corazón y también en las ideas, es una instancia que nos toca a todos por igual.

Lo que predomina en esos tiempos es la sensación de tener el alma aplastada, como le sucede a Job, quien pierde todo lo que tenía en su vida: bienes, hijos, y cae en la desolación: “¡Es mejor la muerte!”, exclama. “¿Por qué no me morí al nacer? ¿Por qué no expiré al salir del vientre materno? (…) Ahora yacería tranquilo, estaría dormido y así descansaría” (Job 3,11-13). En esos momentos, parece mejor morir que vivir así, aplastado. Debemos comprender cuándo nuestro espíritu se encuentra en este estado de tristeza extendida, de ahogo, de desesperanza, y preguntarnos por qué estamos así, revisar nuestro interior y buscar los motivos y las sensaciones que nos llevaron a ese lugar. Porque nos sucede a todos y es importante entender qué es lo que pasa en nuestro corazón en particular.

Buscar a Dios
Hay quienes piensan que tomar una pastilla para dormir, aislarse, o tratar de escapar e ignorar la situación ayuda a alejarse de los hechos. Esto no es así y lo único que hace es alejarnos de Dios.

Job se siente perdido y angustiado: “Porque me sucedió lo que más temía y me sobrevino algo terrible. ¡No tengo calma, ni tranquilidad, ni sosiego, solo una constante agitación!” (Job 3,25-26). Sin embargo, no maldice a Dios ni se aleja de él. En medio de su desolación, acude al Señor y se desahoga como un niño ante su padre.

¿Qué debemos hacer cuando atravesamos un momento oscuro, a causa de una tragedia familiar, de una enfermedad o de una situación que nos deprime? Lo mismo que hizo Job: acudir a Dios.

Revisar y reconocer
Es esencial buscar a Dios, tal y como hizo Job, y orar llamando a su puerta con fuerza: “¡Señor, mi Dios y mi Salvador, día y noche estoy clamando ante ti: que mi plegaria llegue a tu presencia; inclina tu oído a mi clamor!” (Sal 88,2-3). ¡Cuántas veces nos sentimos sin fuerzas! Y el Señor nos enseña a orar así, con insistencia, gritando día y noche, en los momentos de oscuridad, en los que nos sentimos más aplastados: “Estoy prisionero, sin poder salir, y mis ojos se debilitan por la aflicción. Yo te invoco, Señor, todo el día, con las manos tendidas hacia ti” (Sal 88, 9b-10). Esto es orar con autenticidad. Porque si en los tiempos de dificultad somos “tibios”, decaeremos aún más.

Acompañar al otro
En el Libro de Job se habla también del silencio de sus amigos frente a sus sufrimientos: “Permanecieron sentados en el suelo junto a él, siete días y siete noches, sin decir una sola palabra, porque veían que su dolor era muy grande” (Job 2, 13).

Cuando nos toca acompañar a una persona que sufre, por enfermedad o por situaciones dolorosas, y que está en un período de desolación, el modo de hacerlo es desde el silencio. Pero este debe ser un silencio amoroso, de cercanía, con caricias. Porque las palabras pueden hacer mal. Lo que cuenta es permanecer cerca, hacer sentir esa proximidad y orar, porque armar discursos y hacer razonamientos puede dañar aún más.

El compromiso de la oración de cada uno necesita del apoyo de otro, y nosotros estamos invitados a sostener al hermano. El cansancio es inevitable pero, con nuestra ayuda y compañía, la oración del otro puede continuar hasta que el Señor concluya su obra.

Es esencial buscar a Dios, tal y como hizo Job, y orar llamando a su puerta con fuerza: “¡Señor, mi Dios y mi Salvador, día y noche estoy clamando ante ti: que mi plegaria llegue a tu presencia; inclina tu oído a mi clamor!”

La oración nos salva
Cuando los discípulos le piden a Jesús que les enseñe a rezar, él dice: “Cuando oren, digan: ‘Padre’” (Lc 11,2). Esa palabra es el secreto de su oración y es la llave que nos da para que nosotros también entremos en un diálogo confiado con Dios.

Al nombre de “Padre”, Jesús asocia dos peticiones: “Santificado sea tu Nombre, que venga tu Reino” (Lc 11,2). La oración de Jesús, y por lo tanto la oración cristiana, es, en primera instancia, la posibilidad de hacerle lugar a Dios para que manifieste su santidad en nosotros y haga avanzar su reino a partir de la posibilidad de ejercitar todo su amor en nuestra vida.

La oración, entonces, es el principal instrumento para los tiempos de desolación. Insistir a Dios no sirve para “convencerlo” sino para robustecer nuestra fe y paciencia, es decir, nuestra capacidad de luchar junto a Dios por las cosas importantes. En la oración somos dos: Dios y yo, para luchar juntos.

Luchar junto al Espíritu
Jesús nos recuerda que hay que pedirle con insistencia a Dios el Espíritu Santo, otra herramienta vital para atravesar el desierto de la desesperanza: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan” (Lc 11,13). ¡Tenemos que pedir que el Espíritu Santo venga a nosotros! Porque él nos ayuda a vivir conforme a las enseñanzas de Jesús, a vivir con sabiduría y amor, haciendo la voluntad de Dios. Cuando estemos más perdidos y confundidos, el Espíritu Santo nos ayudará a volver a encontrar la pista del camino del Señor.

Pedir con insistencia
Este es el misterio de la oración: gritar, no cansarse y, si eso sucede, pedir ayuda para mantener las manos levantadas. Esta es la oración que Jesús nos reveló y nos dio a través del Espíritu Santo. Orar no es refugiarse en un mundo ideal ni evadirse a una falsa quietud que nos hace olvidar por un rato de la tristeza. Por el contrario, orar es luchar y es abrirnos a que el Espíritu Santo obre en nosotros. Porque es él quien nos enseña a rezar y nos guía en la oración para orar como hijos.

Esta es la experiencia de los santos, hombres y mujeres que lucharon con la oración y dejaron al Espíritu Santo orar y luchar en ellos. Se lanzaron hasta el extremo, con todas sus fuerzas, y vencieron, pero no solos: el Señor triunfó a través de ellos y con ellos.

Oremos y pidamos al Señor tres gracias: reconocer la desolación espiritual, rezar cuando nos encontremos sometidos a este estado de angustia y desesperanza, y saber acompañar a las personas que sufren momentos de tristeza y de dolor.

Francisco

N de la R: Fragmentos extraídos de sus homilías del 24 de julio, 27 de septiembre y 16 de octubre de 2016.

PUBLICADO EN LA REVISTA CRISTO VIVE ¡ALELUIA! Nº 206 (MAR-ABR 2017)