“El camino de la imagen a la semejanza: el fundamento de la existencia del hombre”.

No podemos considerar una verdadera sanación sin hablar del perdón, ya sea para recibirlo o para darlo. El perdón está inserto en cada camino de sanidad interior. De hecho, ese es el signo distintivo del cristiano: “Todos conocerán que son mis discípulos por el amor que se tengan unos a otros” (Jn 14, 35). El perdón es el vértice de la vida cristiana; Jesús lo enseña muy claramente al afirmar: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13) y, a quien perdona, “será llamado hijo del Altísimo” (Lc 6, 35).

¿Qué lugar ocupa el perdón en la sanidad interior y en la vida espiritual? Para responder a esta pregunta debemos restablecer al hombre en su vocación, en su dinámica de crecimiento desde la imagen a la semejanza del cómo fue creado por Dios.

Una creatura dependiente

El fundamento de nuestra existencia, de nuestra identidad de seres humanos, nos es dado por la imagen que Dios ha sellado en nosotros, una imagen que nos hace seres de amor, seres en relación, seres capaces de tener los pensamientos de Dios, de contar con la sabiduría de Dios, la memoria de hijos de Dios y nos hace tener una voluntad sobrenatural para amar.

Tal imagen que ha sido estampada en nosotros pide ser vivida, reflejada; entonces, la semejanza a esta imagen será nuestra decisión: entre la imagen y la semejanza habrá todo un camino de crecimiento, un trayecto que presupone nuestra voluntad. Un camino que incluye un inicio, un objetivo, un término y una finalidad.

Si no tenemos bien claro los dos conceptos –imagen y semejanza– y el camino de una hacia la otra, difícilmente entenderemos en qué sentido debemos recibir y ofrecer el perdón.

En el Génesis Dios dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza (1, 26-27), entonces cada hombre es imagen de Dios y es llamado a transformarse en semejante.

La imagen es un acto creador de Dios, una semilla suya puesta en nosotros sin que haya sido requerida nuestra participación. Esta obra proviene solo de la voluntad de Dios que nos hace pasar de “no ser” a “ser”, de la nada a la vida. El hombre por lo tanto es una creatura que recibe toda su vida de Dios. Dice el Salmo: “Todos esperan de Ti que les des la comida a su tiempo: se las das y ellos la recogen; abres tu mano y ellos quedan saciados” (Sal 104, 27-28).

Es necesario recordar que somos creaturas, y creaturas dependientes de Dios. Pero, ¿de qué tipo es esta dependencia? Es una dependencia de amor. De hecho san Juan dice: “Dios es amor” (1Jn 4, 8). Por eso el hombre creado por Dios es imagen del amor, es un ser de amor, un ser –desde su concepción– dependiente del amor a todos los niveles: espiritual, psicológico y biológico.

El doble deseo

La energía tan fuerte de este ser de amor se expresa en el doble deseo que lo anima de ser amado y de amar. Sin embargo, incluso antes de amar, el hombre desea ser amado y ser amado en plenitud, quiere decir, ser amado por Aquel que es Plenitud, ese es Dios.

Jesús cuando se encuentra con la mujer samaritana le dice: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice ‘Dame de beber’, tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10).

Esto se podría explicar mediante una metáfora diciendo que la imagen es como el recipiente vacío, hecho para ser llenado. Dios nos hizo como un vaso que puede contenerlo: somos capaces de Dios, capaces de contener la Plenitud. Por eso, san Agustín en las Confesiones dirá: “Tú, oh Señor, nos hiciste para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que repose en Ti”.

El deseo de ser amados es lo más primario en cada uno de nosotros: el recién nacido se encuentra en un estado de receptividad y recibe amor a través de la madre, que le procura comida, abrigo, afecto, etc.

Al mismo tiempo, también en el niño está presente el segundo deseo: amar a Dios. Los dos deseos están estrechamente unidos, pero el primero es el recibir, porque no podrá jamás dar lo que no ha recibido. Esto vale, de hecho, para el perdón: no podrá nunca ofrecer el perdón si primero no ha sido perdonado.

En la imagen nosotros somos esa capacidad que desborda y se da. Dice el Salmo: “Mi alma suspira por ti, mi Dios, tiene sed de ti, del Dios viviente” (Sal 42).

El niño tiene una disposición de receptividad de amor pero al mismo tiempo es una actitud de abandono. Es claro que en los brazos de su madre tiene la “tentación” de vivir la relación de amor en modo absoluto; eso significa que él nació para la plenitud: plenitud en la receptividad y en la donación. Y el rostro de la madre para él es el rostro de Dios.

Esta primera relación de amor es equivalente a la relación que él tendrá y desea tener con Dios. Podremos decir que es una relación de total dependencia, porque el niño se va encontrando en una pasividad donde recibe y también en una actitud activa donde se dona.

Tal deseo de amor, de amar y de ser amado por su Creador, es esencial porque pone en el hombre los fundamentos de una sed de estima equilibrada de sí mismo y de una vida relacional armoniosa donde pueda ser reconocido y amado por sí mismo y por el prójimo.

Laura Casali* 


Rinnovamento nello Spirito Santo (N.1/2-2018) 
Traducción y adaptación por Laura di Palma

Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 216 (MAR-ABR 2019)