La cercanía de alguien que nos oriente en el camino de la fe es fundamental para sostener la opción por la vida que Dios nos propone.

Un aspecto fundamental del camino en la fe fue llamado “el don de acompañar” o “pastorear”.1 Pero, ¿qué significa ser “pastor” de los hermanos en la fe? En el Sínodo de los jóvenes2, los obispos explicaron en qué consiste esta tarea.

Las virtudes de un pastor

El acompañamiento pastoral es un llamado de Dios a servir a los hermanos a partir de un don recibido, que identifica al acompañante con Jesús Buen Pastor (Jn 10, 1-18). Durante el Sínodo, los jóvenes han explicitado y los obispos han subrayado la necesidad de contar con acompañantes (“pastores”) que vivan este servicio como una verdadera vocación apostólica. Pues, en efecto, mediante una presencia constante y cordial, una proximidad entregada y amorosa, y una ternura sin límites el pastor ejercita la función materna de la Iglesia, que permite sostener y acompañar el camino de los hermanos, de modo tal que la fe se viva como camino espiritual y que los creyentes puedan realizar elecciones auténticas y hacer realidad en sus vidas la libertad de los hijos de Dios.

El buen acompañante es una persona equilibrada, de fe y de oración, que escucha y que se ha confrontado con sus debilidades y fragilidades.3 A partir de esta caracterización, podemos decir que una tarea de cada pastor será interrogarse constantemente sobre su vida, ciertamente haciendo propia la conciencia pastoral de San Pablo: “Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús”. 

Entonces, el primer servicio del buen acompañante es el testimonio de su fe, de su proceso de conversión, del camino recorrido en sus búsquedas sinceras y de su amor por Jesús y el Evangelio: para poder desempeñar el servicio, el acompañante sentirá la necesidad de cultivar su vida espiritual, de alimentar la relación que lo vincula a Aquel que le ha confiado la misión. 

Todo el trabajo que el buen acompañante realiza sobre la propia conversión, sobre la creciente conciencia de sí mismo y sobre lo que Dios obra en él, le ayudará a respetar los “resultados” del proceso de las personas que acompaña sosteniéndolos con la oración y gozando de los frutos que el Espíritu produce en quienes le abren el corazón, sin tratar de imponer su voluntad ni sus preferencias. El creciente amor al otro, junto al olvido de sí mismo, le ayudará también a permanecer en una sincera actitud de servicio, en lugar de ocupar el centro de la escena y asumir actitudes posesivas y manipuladoras que crean dependencia en las personas en lugar de libertad.

Así, desde la libertad que da el Espíritu de Dios, podrá acoger a quienes acompaña sin moralismos ni falsas indulgencias. Y tendrá la valentía de ofrecer, cuando sea necesario, una palabra de corrección fraterna.

El acompañamiento comunitario y personal

El acompañamiento espiritual es un proceso por el cual se desea ayudar a la persona a integrar progresivamente las diversas dimensiones de la vida para seguir discipularmente a Jesús como Maestro y Señor. En efecto, mayor integración significa mayor disposición para la santidad, es decir, mayor inclinación de nuestro ser y de nuestras realidades a la acción de la gracia de Dios.   

En este proceso de acompañamiento se articulan tres instancias: 

> escuchar lo que le ocurre al otro,
> el encuentro con Jesús y
> el diálogo misterioso entre Dios y la persona en la libertad del Amor. 

Así, quien acompaña acoge con paciencia, provoca preguntas profundas y ayuda a reconocer los signos del Espíritu Santo en la respuesta de la persona que acompaña.

El acompañamiento espiritual tiene una dimensión comunitaria y una dimensión personal. El sínodo recuerda que la comunidad es el primer sujeto del acompañamiento, precisamente porque en su seno se desarrolla la trama de relaciones que puede sostener a la persona en su camino y ofrecerle puntos de referencia y de orientación. Así, la comunidad acompaña y sostiene en cada miembro el proceso de oración (camino interior), el crecimiento en el amor (proceso de conversión y vida de servicio) y el proceso de maduración humana y espiritual.   

Jesús acompañó al grupo de sus discípulos compartiendo con ellos la vida de todos los días. La comunidad cristiana pone de relieve la calidad y los límites de toda persona y hace crecer la conciencia humilde, pues sin compartir los dones recibidos para el bien de todos no es posible seguir al Señor. A raíz de esto, los obispos subrayan con una profunda conciencia que esta experiencia continúa en la práctica de la Iglesia, ya que los jóvenes participan en grupos, movimientos y asociaciones de distinta naturaleza, donde experimentan un ambiente cálido y acogedor, y aquellas relaciones intensas que anhelan. Ser miembros de realidades de este tipo resulta particularmente importante una vez completado el itinerario de iniciación cristiana, porque ofrece a los jóvenes el espacio para proseguir la maduración de su vocación cristiana. En estos ambientes hay que alentar la presencia de pastores, a fin de garantizar un acompañamiento adecuado.

Por su parte, en el acompañamiento espiritual personal, uno aprende a reconocer, interpretar y elegir desde la perspectiva de la fe al escuchar todo lo que el Espíritu Santo sugiere dentro de la vida de cada día.4 Pensemos en la figura de Felipe el diácono (Cf. Hch 8, 26-40). Felipe, como pastor, en primer lugar escucha y obedece a la llamada del Espíritu, animándose a alejarse de las “murallas” de Jerusalén, es decir, del terreno de sus seguridades, de lo conocido, de su mundo, para poder acercarse al sediento o al que se encuentra en la búsqueda de Dios. 

Al enviarlo, el Espíritu Santo dijo a Felipe: “(…) es un camino desierto”; es un lugar incómodo donde escasean los recursos y las compensaciones. En efecto, el desierto es el lugar apropiado para las crisis o para ser puesto a prueba. Bien conducido, es también el lugar donde el corazón se sensibiliza la escucha de Dios, donde se hace más patente la relación “todo-nada”, donde Dios puede ser más claramente Dios, y donde la persona puede ser capaz de una respuesta más libre y auténtica. 

En el relato de los Hechos de los Apóstoles, Felipe encuentra el modo de entrar en relación con el eunuco y es capaz de suscitar una pregunta que quizás el otro espontáneamente nunca hubiera formulado. Finalmente, después de ofrecer su servicio, tiene la humildad y la valentía de correrse, evitar el protagonismo, dejar en manos de Dios el proceso de fe de la persona y alejarse en silencio.  

No solo las personas consagradas están llamadas a ser “pastores”. Los obispos dicen que el don del acompañamiento espiritual no está necesariamente vinculado al ministerio ordenado. Nunca hubo tanta necesidad como hoy de directores espirituales, padres y madres con una profunda experiencia de fe y de humanidad, y no solo preparados intelectualmente. El Sínodo anhela que en este ámbito se vuelva a descubrir también el gran y fecundo recurso de la vida consagrada, en particular la femenina, y de laicos, adultos y jóvenes bien formados. 

Ciertamente, todo buen “acompañante” necesitará sentir que lo sostiene la comunidad de la cual forma parte. Será también importante que reciba una formación específica para este particular ministerio –una adecuada Escuela Pastoral–, así como experimentar que es acompañado pastoralmente en su propia vida y en su servicio de “pastor” de otros.

Además de estos principios –riqueza de una comunidad de pertenencia y acompañamiento de su proceso de vida– será también importante el desarrollo del “pastoreo” en equipo. Según los obispos, el acompañamiento en grupo hace más significativo, eficaz e incisivo el pastoreo. Pues requiere que los pastores se comprometan a madurar algunas virtudes relacionales específicas: la disciplina de la escucha y la capacidad de dejar espacio al otro, la prontitud para perdonar y la disponibilidad a implicarse según una verdadera espiritualidad de comunión.

Pidamos a Dios la gracia de renovar en el Espíritu Santo el don del acompañamiento pastoral en la Iglesia y en nuestro carisma, haciendo también nuestra la invitación de San Pablo: Les rogamos, hermanos, que sean considerados con los que trabajan entre ustedes, es decir, con aquellos que los presiden en nombre del Señor y los aconsejan. Estímenlos profundamente, y ámenlos a causa de sus desvelos (1 Tes 5, 12-12).

Maximiliano Llanes
Castel Gandolfo
Italia

1-A imagen del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, los laicos y consagrados que acompañan a otros en su vida de fe también son llamados “pastores”.

2- El Sínodo de los obispos sobre el tema “Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional” tuvo lugar en Roma en octubre de 2018.

3- Las itálicas corresponden a citas textuales de los obispos durante el Sínodo. 

4- Cf. Francisco, Evangelii Gaudium, 169-173. 

Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº219 (SEP-OCT 2019)