La conciencia del discípulo

Frente a tantas posibilidades que se presentan cotidianamente, ¿quién nos dice cuál es la verdadera opción? Ante las dificultades, ¿en dónde encontrar la respuesta correcta? ¿Cómo se puede decidir en medio de esta cultura lo que Dios quiere para uno?

Cualquier persona que busca vivir con responsabilidad su vida y de cara a Dios se hace alguna de estas preguntas a lo largo de su existencia. Y, muchas veces, frente a decisiones importantes que comprometen su futuro, el de sus seres queridos y el de otros seres humanos, la búsqueda de respuestas certeras se hace más honda…

¿Dónde encontrar una respuesta que llene de certeza el corazón cuando uno se encuentra frente a una decisión que debe tomar? ¿Cómo vivir la vida y sus desafíos desde una fe comprometida? ¿Cómo no engañarse frente a lo que a uno le parece bien y nada más?

Si bien la cultura actual tiende a proponer estilos de ser y de vivir contrarios a la naturaleza y dignidad del ser humano, los cristianos estamos llamados a madurar frente a la realidad que nos toca vivir. Juan Pablo II enseñó: “En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la ‘cultura de la vida’ y la ‘cultura de la muerte’, debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias (Cf. EV 95). Madurar para ser capaces de emitir un juicio verdadero sobre la realidad, que salvaguarde la dignidad de las personas y de los pueblos (Cf. DA 389)”.

Pero ¿en dónde puede descubrir el discípulo la verdad que intenta vivir, esa verdad que es tan combatida en nuestro mundo relativista? ¿En dónde escuchar la voz de Dios que nos enseña a vivir? Ese lugar es nuestra conciencia, una conciencia abierta a la acción inspiradora y motivadora del Espíritu Santo de Dios. La conciencia es la voz de Dios en el corazón. Porque como dijo san Agustín, “Dios es más interior al hombre que el hombre mismo”.

Pero también la conciencia puede ser voz de sí mismo. Sabemos que el hombre tiene necesidad de recurrir a su interior y encontrar allí la seguridad existencial de su vida, encontrar una certeza que le asegure el buen rumbo de su existencia a través de sus actos, actitudes, motivaciones y opciones. Se descubre así la conciencia como la capacidad interior de buscar, de oír la verdad y de reconocer la realidad en la que nos movemos y convivimos.

Al respecto, enseña el Concilio Vaticano II: “En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo”. (GS 16)

Conciencia y Espíritu Santo

En nuestra cultura muchas veces se ha identificado la libertad con la omnipotencia y se ha relativizado la verdad: se considera que “ser libre es no tener límites para hacer lo que quiero”. Así la verdad depende de lo que a mí me parezca o de lo que yo opine.

En realidad, la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere sino en la capacidad de elegir bien para poder amar. Esto supone la búsqueda de la verdad (discernimiento), la aceptación de la limitación humana (humildad) y la entrega -aun cuando sea costosa- al bien y al amor.

Muchas veces, en el camino de la vida, enfrentamos nuestra propia limitación o la de aquellos que viven cerca de nosotros y comenzamos a escuchar otras voces que nos presentan verdades centradas en otras realidades que no son Dios.

Es la oportunidad de pedir al Señor la gracia de que nos alcance una nueva libertad para buscar y querer la verdad de su Evangelio y desde allí anunciar con vitalidad testimonial el Amor de Dios.

Pueden guiarnos en esta búsqueda las enseñanzas del teólogo inglés John Henry Newman, quien fue proclamado beato en el año 2010. Su lema personal era “el corazón habla al corazón”, lo profundo del corazón del hombre es capaz de conocer a Dios y de escucharlo. Por eso este sacerdote sostenía que no debe confundirse la conciencia con la opinión personal o con los propios sentimientos, sino que “conciencia” significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia una verdad, “la” verdad. La conciencia es así la capacidad del hombre para reconocer la verdad, que le señala el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre.

El hombre que busca responder a la realidad con un corazón abierto a la verdad es aquel capaz de reconocerla y de actuar de acuerdo con aquello que descubre. “En cuanto a la conciencia, para el hombre existen dos modalidades de seguirla. En la primera, la conciencia forma sólo una especie de intuición hacia lo que es oportuno, una tendencia que nos recomienda una cosa u otra. En la segunda, es el eco de la voz de Dios. Todo depende de esta diferencia. La primera vía no es la de la fe; la segunda lo es”, decía el Card. Newman.

Ser persona por tanto no es vivir simplemente de acuerdo con lo que pienso, siento o quiero, sino fundamentalmente buscando la voluntad de Dios. Cuando la sinceridad de la búsqueda de nuestro corazón se encuentra con la verdad de Dios hecha presente en la Persona de Jesús, el hombre ha encontrado el camino más profundo para la realización de su libertad y de su ser y es llamado a convertirse en discípulo de esa verdad. Entonces se cumplen las palabras de Jesús: “Si ustedes permanecen fieles a mi Palabra serán verdaderamente mis discípulos, conocerán la verdad y la verdad los hará libres” (Jn 8, 31-32).

Para el discípulo, la Vida, es decir la vida verdadera y en abundancia está en la voz y el mandato de Dios. Amar y obedecer es asumir libremente la orientación de la vida proyectada por Dios. Nuestra libertad se transforma en instrumento de realización de la persona cuando ésta comienza por asumir su propia condición de ser creado por Dios y proyectado para una Vida eterna junto a Él. La “conciencia recta”, en términos católicos, es la que le permite a la persona vivir y obrar con amor y responsabilidad ante Dios. Porque la conciencia, iluminada por la Palabra de Dios, es expresión de la Verdad misma. Dice Jesús: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 16) y, en este sentido, convertirse y evangelizarse es transformar en conciencia personal a Jesús como Verdad de Dios y tomar su Evangelio como estilo de vida.

Juan Bautista Duhau
Sacerdote nazareno
Nazaret Masculino Buenos Aires

Publicado em: Cristo Vive, Aleluia! Nº 182 (may-jun 2012)