Considerar al otro como más digno, puede ser el lazo de unión que nos acerque a quién sentimos más distante.
Construir la unidad es uno de los temas más acuciantes de nuestro tiempo. Evidentemente, algo que, en el corazón de Jesús, estaba como una inquietud, cuando al final de sus días hizo la oración al Padre: “Que todos sean uno” (cf. Jn 17,21-23).
Ya, en el Génesis encontramos diversos episodios de contiendas y exterminio por diferencias entre hermanos: Caín y Abel, Esaú y Jacob, José -el hijo de Jacob- y sus hermanos (cf. Gen cap 25, 33 y 37)… En cambio, Jesús, en su Persona vino a unir lo que estaba disperso; y lo hizo en la cruz, con su muerte y resurrección: “Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32)
Quizás, podemos comprender más el valor de la unidad, al advertir cómo san Pablo en sus cartas, siempre exhorta a vivir en comunión. Por ejemplo:
- “Les ruego que hagan perfecta mi alegría, permaneciendo bien unidos» (Fil 2,2).
- “Vivan en paz unos con otros” (1Tes 5,13).
- “Ámense unos a otros, porque el amor es el mejor lazo de unión” (Col 3,14).
- “Traten de conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz” (Ef 4,3).
Por otro lado, en el capítulo cuarto de la carta a los efesios, Pablo agrega: “Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido” (Ef 4,7). Esto también nos habla del regalo de los dones recibidos y la responsabilidad de ofrecerlos para el bien común. Aunque, en la expresión “sin embargo” que Pablo antepone, podemos inferir que en la diversidad de los dones personales encontramos el desafío para conservar la unidad y, por consiguiente, mantener la paz.
Las capacidades que cada uno tiene, tanto en el ser y en el obrar, no son para guardarlas, por ejemplo, por temor al conflicto, sino son para ponerlas al servicio de la comunidad “como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios” (1Ped 4,10).
Buscar la unidad es una determinación personal y también, una victoria que no anula las diferencias. Lo vemos en el episodio del capítulo 20 del libro de los Jueces: «‘Ahora les toca a ustedes, israelitas, tomar aquí mismo una determinación’. Todo el pueblo se levantó como un solo hombre».
La diversidad puede darnos nuevas miradas y enriquecer los diálogos. Si en las vinculaciones, lo distinto se toma como una oportunidad, se abren caminos nuevos para recorrer; pero, si no es así, se abren abismos que pueden ser tan irreconciliables hasta llegar al exterminio del otro, ya sea un hermano o un país.
La reciente realización del Sínodo de la sinodalidad nos da testimonio de esta búsqueda de unidad y de la armonía en las diferencias. Dice el documento conclusivo: “Dentro de culturas y sociedades cada vez más individualistas, la Iglesia, «pueblo que deriva su unidad de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4), puede dar testimonio de la fuerza de las relaciones fundadas en la Trinidad. Las diferencias de vocación, edad, sexo, profesión, condición y pertenencia social, presentes en toda comunidad cristiana, ofrecen a cada persona ese encuentro con la alteridad indispensable para la maduración personal” (Nº 34).
El Espíritu Santo es el que hace la unidad. Abandonarnos a su guía, dejando de lado los propios pareceres y sentimientos, es lo que nos puede conducir a la gestación de lo nuevo a partir de las diferencias. Esto nos ayudará a madurar y crecer como hermanos, como sociedad, como humanidad.
Por lo tanto, a la hora de querer construir la unidad, podemos asumir lo que san Pablo escribe a los filipenses (cf. Fil 2, 3-4):
- Considerar al otro como superior a uno mismo.
- No hablar ni actuar por rivalidad ni vanagloria.
- No buscar el propio interés, sino el de los demás.
Una frase que se atribuye a san Agustín propone que la unidad es necesaria en lo esencial; el respeto, en lo diferencial; y el amor, en todo.
En otras palabras, el respeto mutuo nos ayudará a defender lo esencial, como, por ejemplo, el valor de la vida; conocer y valorar, objetiva y amorosamente, lo que el otro es, hace, piensa y dice; buscar desarrollar las virtudes, especialmente la paciencia, la compasión y la tolerancia; aplicar el discernimiento permanente para construir diálogos serenos y oportunos.
El Espíritu Santo, nuestro aliado, nos dará perseverar en medio de las contrariedades y avasallamiento (nunca mejor dicho) que nos trae la cultura del individualismo y el materialismo actual.
Laura di Palma
Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 259 – NOV 2024