“De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos” (Hch 2, 2-3). Este es el hecho que celebramos y recordamos cada año en la fiesta de Pentecostés; visualizamos el impacto del gran “ruido” que atrajo a las multitudes que visitaban Jerusalén; imaginamos la sorpresa y quizá también la confusión inicial de los apóstoles y discípulos reunidos, probablemente en oración, esperando el momento de la llegada del Paráclito prometido.“Yo les enviaré lo que el Padre prometió. Por eso quédense en la ciudad hasta que sean revestidos con la fuerza que viene desde el cielo” (Lc 24, 49); “(…)pero les digo la verdad: les conviene que yo me vaya. Si no me voy, no vendrá a ustedes el Defensor, pero si me voy, lo enviaré a ustedes” (Jn 16,7).
Al imaginar la escena, siento que me habría gustado estar allí y vivir esa experiencia. En esa disposición, acudí a nuestra “Jornada de Pentecostés”*. Estaba sediento, expectante y dispuesto a recibir el Espíritu Santo prometido; pero no escuché “ruido”, ni vi lenguas de fuego; solo tuve la certeza de su presencia, que quedó en mi corazón, como lo hizo hace tiempo con Nicodemo: “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu” (Jn 3, 8).
A partir del relato de Pentecostés, recuerdo también a Elías cuando el Señor le dijo: “Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor”. Entonces, sopló un viento huracanado que partió las montañas y resquebrajó las rocas. Después, hubo un terremoto y se encendió un fuego. Cuando se oyó el rumor de una brisa suave, Elías salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta. Entonces le llegó una voz, que decía: “¿Qué haces aquí, Elías?” (Cf. 1Re 19, 11-13).
Estas Palabras me llevaron a hacer silencio para poder escuchar el “susurro” del Espíritu Santo, que me dijo: “¿Qué esperas? ¿Por qué esperas?… si estoy cada día presente, siempre desciendo aunque no me veas; siempre, disponible para ti, siempre dispuesto a guiarte, siempre atento para escucharte, siempre deseoso de enseñarte”. Lo dijo Jesús: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará hasta la verdad plena. Porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará el futuro” (Jn 16, 7-13).
Siento que esto me mostró el Espíritu Santo:
Estoy siempre dispuesto a revelarme en tu corazón, porque soy la presencia de Dios en el mundo, porque Pentecostés es todos los días. Porque Pentecostés es cada momento de amor que enciende el corazón de los discípulos, como sucedió con los de Emaús.
Cada encuentro que tienes con mi contraparte que habita en el hermano es Pentecostés.
Cada nueva luz en tu camino es Pentecostés.
Cada necesidad del encuentro eucarístico es Pentecostés.
Cada reunión comunitaria es Pentecostés.
Cada paciente que acude a tu consultorio es Pentecostés.
Cada oración personal y comunitaria es Pentecostés.
Cada rincón, cada esquina de la ciudad en tu camino y lo que te revela… es Pentecostés.
La vida, tu vida, es Pentecostés.
Gracias, Señor, por descubrir el misterio, por mostrármelo, por abrir mi corazón al Pentecostés de cada día, de cada instante.
Dr. Héctor Merino S.
Quito – Ecuador
*En los Centros pastorales del Movimiento de la Palabra de Dios, en Pentecostés se realiza un encuentro en donde se anuncia la Palabra, se ora y se celebra la Eucaristía en comunidad.