En pleno siglo veintiuno, la esclavitud es moneda corriente: miles de trabajadores marítimos de altamar sufren abusos que les provocan hasta la muerte.

Cada año mueren entre dos mil y seis mil navegantes, entre ellos algunos niños, que por razones de deuda o coerción están esclavizados en barcos. Sin embargo nadie está obligado a reportar crímenes en aguas internacionales y no existen culpables.

El abuso laboral en el mar puede ser tan severo que las víctimas sufren experiencias propias de otra época. Quienes logran huir describen una gran violencia: los enfermos son echados por la borda, los insubordinados, decapitados, y otros, encerrados durante días en una oscura bodega de pesca.

Lang Long fue una víctima de estos abusos. Después de ver a su familia pasar hambre en Camboya, aceptó la oferta de un traficante de cruzar la frontera tailandesa en busca de un empleo en la construcción. Sin embargo, nunca llegó a destino: unos hombres lo detuvieron y fue llevado con otros migrantes a un barco de madera. Así se iniciaron sus tres años de cautiverio en altamar.

“Lloré”, dijo Long, de 30 años, cuando contó cómo fue revendido dos veces entre botes pesqueros. Después de varios intentos de escape, su capitán comenzó a encadenarlo del cuello cuando se acercaban otras embarcaciones.

Cautiverio y maltrato

El problema de la mano de obra forzada es más pronunciado en el mar de China Meridional, de donde proviene el pescado forrajero que se vende a Estados Unidos para el alimento enlatado de perros y gatos.

 Estos esclavos suelen ser golpeados por la mínima transgresión como, por ejemplo, coser muy despacio una red rota o equivocarse en la clasificación de pescados. Los migrantes, indocumentados, desaparecen más allá del horizonte en “barcos fantasma”, cuya existencia desconoce el gobierno tailandés.

La industria pesquera hoy en día depende en gran parte de la pesca de larga distancia, en la que los barcos permanecen en altamar, a veces durante años, lejos del alcance de las autoridades.

El buque que entregó a Long en cautiverio era conocido como un “barco nodriza”. Estos transportan todo, desde combustible y comida hasta redes de repuesto y mano de obra sustituta, y funcionan como tiendas ambulantes de reabastecimiento. Ellos son el motivo por el cual los grandes pesqueros pueden permanecer tanto tiempo a más de 2400 kilómetros de la costa. Además, una vez que una carga de pescados es transferida a una nodriza, casi no hay manera de que las autoridades en puerto determinen su procedencia. La cadena de suministro se vuelve invisible antes de eso. De esta forma, los buques repletos de esclavos escapan de las inspecciones y de las leyes, y se “pierden” en el mar.

El trabajo forzado

En estos barcos las condiciones de vida son infrahumanas: en un pesquero tailandés los turnos duran de 18 a 20 horas, llueva o truene; las temperaturas en verano superan los 38 grados centígrados; la cubierta está llena de herramientas peligrosas y su piso, cubierto por espuma de mar y entrañas de pescado, es una pista resbalosa para los chicos que trabajan descalzos. Y gran parte de todo esto ocurre en la oscuridad absoluta, dado que los peces de forraje son más fáciles de detectar por la noche.

Si no están pescando, los camboyanos clasifican la pesca y arreglan las redes. Sus manos siempre están húmedas y tienen heridas abiertas, cortadas por las escamas de los peces y rasgadas por el roce de las redes. Un chico de 17 años mostró orgulloso su mano, a la que le faltaban dos dedos por un problema con una cuerda enroscada en una manivela.

Los pocos esclavos que saben nadar son los responsables de zambullirse en el mar oscuro para asegurarse que la boca de las redes se cierre correctamente. Si uno de ellos se enreda y queda atrapado, tardan un rato en notarlo.

Las comidas suelen ser un plato de arroz salpicado con pescado de desperdicio, y las habitaciones, espacios apretujados y calientes, donde estos esclavos descansan lapsos de dos horas en hamacas de redes de pesca que cuelgan del techo. Allí los acompaña el zumbido incesante de las turbinas.

Los capitanes cuentan con anfetaminas para que los trabajadores puedan rendir más horas y no existen los antibióticos para heridas infectadas. Algunos exmarineros hablaron sobre “islas carcelarias” –con frecuencia islotes deshabitados–. Los capitanes del barco a veces abandonan a sus tripulaciones en esas islas, incluso durante semanas.

Otras islas, habitadas pero desoladas, también se usan para retener a miembros de la tripulación. Los trabajadores de barcos pesqueros fueron mantenidos en jaulas para evitar que huyeran en una isla indonesia llamada Benjina, reportó la agencia Associated Press.

En un informe del Servicio Jesuita a Migrante, una investigadora de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid señala que “la trata de personas, convertida en la nueva esclavitud del siglo XXI, constituye la más sórdida de las formas en que se desplaza la mano de obra en el mundo”.

Temor y desesperanza

La suerte de los hombres que escapan en botes pesqueros, a menudo depende de encuentros casuales con desconocidos que contactan al Centro de Marineros Stella Maris –un movimiento ecuménico que se concentra en cada ciudad costera y está dedicado a los marineros y sus familias– o a otros grupos que componen un sistema anónimo que opera a lo largo de Malasia, Indonesia, Camboya y Tailandia.

Uno de esos salvadores fue Som Nang, de 41 años. En un viaje a finales de 2013, el barco de abastecimiento en el que viajaba se emparejó a un pesquero deteriorado de bandera tailandesa con poca tripulación. Allí rápidamente vio a un hombre que estaba atado por el cuello con una cadena gruesa a un poste para los cables del ancla. “Ayúdeme, por favor”, dijo Som Nang que murmuró Long. Tras regresar a puerto, Som Nang se contactó con el Stella Maris, que empezó a reunir los 750 dólares necesarios para comprar la libertad de Long.

Recién en abril de 2014 Som Nang pudo llevar una bolsa llena de moneda tailandesa a un punto de reunión en medio del mar de China Meridional. Con su deuda pagada, Long, extremadamente delgado, subió al barco de Nang e inició el viaje de regreso.

“Pensé que nunca volvería a ver tierra firme”, dijo. Ahora él se encuentra en el proceso de ser repatriado a su pueblo natal en Camboya.

Los defensores de derechos humanos han hecho un llamado para pedir una mayor supervisión, incluyendo exigir que todos los barcos de pesca comercial tengan rastreadores electrónicos para el monitoreo en la costa, y prohibir las estancias prolongadas en altamar y los barcos de abastecimiento que las hacen posibles. Sin embargo sus esfuerzos ganaron poco terreno: Tailandia posee regulaciones débiles y las autoridades de ese país, de Malasia e Indonesia explicaron que carecen de los botes y el combustible necesarios para llegar a los barcos que son más propensos a usar mano de obra cautiva.

Marina Novello

Fuente: The New York Times (1 de agosto de 2015).

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 201 (MAR-ABR 2016)