Tenemos un Dios comprometido con nosotros hasta el máximo: la sobreabundancia de su amor se muestra en la encarnación de Jesús.

Dios, sin haber recibido nada de nosotros, se hizo nuestro deudor por lo mucho que nos prometió: a los hombres, la divinidad; a los mortales la inmortalidad; a los pecadores la justificación; a los miserables la glorificación.


Prometió vida eterna, la herencia que no se marchita, la gloria perpetua, la dulzura de su rostro, la casa de su santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte gracias a la resurrección de los muertos. Esta última es como su promesa final, a la cual se orientan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada la meta, hará que ya no deseemos ni busquemos otra cosa.


Sin embargo, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por Dios, no solo nos dio la Sagrada Escritura para que creamos en él, sino que también puso un mediador de su fidelidad: a su Hijo único, Jesús. Por medio de él nos mostró y ofreció el camino por donde nos llevará al fin prometido.
Hubiera sido poco para Dios haber dado a su Hijo la mera tarea de mostrar el camino. Por eso lo hizo Camino, para que, bajo su guía, pudiéramos caminar por él.


Debía, entonces, ser anunciado el único Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de venir a los hombres y encarnarse, morir y resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir lo que prometió.


Y ahora también cumplirá su anuncio de una segunda venida, para pedir cuenta de los dones que nos regaló, discernir los frutos de ira de los de misericordia, dar a los malos las penas con que amenazó, y a los justos los premios que ofreció.


San Agustín

Fuente: Adaptado de los Comentarios de san Agustín sobre los salmos (Sal 109,1-3: CCL 40,1601-1603).

Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº240 – DIC 2022