Por una de las ventanas del aula podía ver un patio no muy grande con las paredes pintadas de vivos colores: un mar azul, algunos barcos, la playa. Los estudiantes me dijeron que ellos habían decorado ese espacio durante las vacaciones. También el aula estaba adornada con imágenes –recuerdo una de Jesús y un cielo con estrellas– y en una de sus paredes, cada ladrillo llevaba el nombre de un filósofo o de un escritor.
Alrededor de una mesa grande de plástico, nueve alumnos tomaban nota y hacían preguntas sobre el tema que me tocaba exponer: la poesía de Miguel Hernández. Pero esta no era una hora de Literatura en una escuela; estábamos en el Centro Universitario Devoto (CUD), del programa UBA XXII, en una clase de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires en la cárcel.
Soy docente de la UBA y hace algún tiempo me preguntaron si estaba dispuesta a dar clases en Devoto. No sé qué prejuicio me llevó a responder que si se tratara de una cárcel de mujeres no tendría inconvenientes, pero que en una de hombres no me sentiría cómoda. Sin embargo, cuando recibí nuevamente la propuesta en 2014, ya había cambiado de opinión y, tras un par de reuniones con otros profesores de la cátedra, nos dividimos las clases del cuatrimestre.
Por eso ese martes, al ingresar en el edificio y pasar por el detector de metales, atravesé unas cuantas puertas de seguridad que se iban cerrando detrás de mí y algunos largos pasillos hasta llegar al Centro Universitario, un espacio bastante agradable –con varias aulas, un auditorio y una biblioteca– donde no se ven guardias porque no está sometido al mismo control de la administración penitenciaria que el resto del establecimiento.
Aunque estaba un poco nerviosa antes del primer encuentro de cuatro horas, creo que no se notaba; además me sentía en cierta forma acompañada: mis hijos me habían alentado a que llevara a cabo esta tarea y habían orado por mí, y una amiga me había enviado un mensaje al celular con una cita de la Palabra: “… porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver” (Mt 25, 35-36).
ATRAVESÉ EL DETECTOR DE METALES Y UNAS CUANTAS PUERTAS DE SEGURIDAD QUE SE IBAN CERRANDO DETRÁS DE MÍ.
Me encontré con un grupo de alumnos muy respetuosos, participativos, que tendían a relacionar lo que leíamos y comentábamos con su propia situación: se quejaban del sistema carcelario y el maltrato, se reconocían culpables de delitos que en ningún momento se mencionaron en el aula, orgullosos de estudiar en la universidad y deseosos de salir de la cárcel y reunirse con sus seres queridos. Yo preparaba las clases con dedicación y entusiasmo, e intentaba poner todo de mi parte para generar un clima cordial, que invitara al intercambio de ideas.
Uno de los estudiantes me contó que era el primer universitario en su familia, que hacía dos carreras a la vez y que esperaba tener alguna oportunidad laboral al salir a pesar de sus antecedentes. Otro se animó a leer en voz alta un poema sobre la libertad, que había escrito inspirado por la clase anterior y del que me dio una copia: “Cuando el reloj indique la hora y la fecha / allí se abrirá para mí /un nuevo camino, / un nuevo destino, / no quiero equivocar la ruta (…) Cuando el reloj indique la hora y la fecha / marcharé en busca de tus ríos, / de tus sabanas mojadas, /de tu hermosa flor, esa flor de vida / marcharé por ti, tierra bendita”.
En la última clase, me regalaron un ejemplar de la revista que hacen en el Taller de Edición y un CD de “XTB, Portate Bien”, grupo musical que formaron estudiantes del Centro Universitario del penal con la intención de “transformar el dolor en alegría”. Con música de reggaeton, uno de los temas dice: “Yo vengo desde abajo sin un talento / luchando desde niño por un progreso. / Me enseñaron el delito como trabajo, / no me dieron oficio ni por un rato”. Comprobé que ellos consideran muy valiosa la educación, que en el ámbito del CUD les devuelve parte de la dignidad que el sistema carcelario les ha arrebatado.
El curso terminó pero aún tengo presentes en mis oraciones a estos alumnos y suelo pedir a María por ellos. El Papa Francisco quiere que la Iglesia tenga sus “puertas abiertas”, y nosotros estamos invitados a abrir también nuestras puertas interiores para el encuentro, libre de prejuicios, y para construir junto con otros. Esas puertas interiores abiertas son realmente liberadoras, muy diferentes de las otras, custodiadas por guardias y cámaras de seguridad.
Mirtha L. Rigoni
Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 201 (MAR-ABR 2016)