Esta fue la pregunta que movió el “sí” del Padre José María Aguirre a sus once años y que hoy, a los setenta, volvió a responder en su partida repentina a la casa del Padre.
“El que cree en Jesucristo, el Señor, tiene vida eterna… Y José María ha llegado a la eternidad. A tantos acompañó en momentos semejantes al que hoy vivimos y ahora lo despedimos a él, con el corazón entristecido y agradecido”. Estos sentimientos expresados por Monseñor Carlos Tissera en la homilía de las exequias por el P. José María Aguirre resumen el sentir de todos los que conocieron a este hombre de Dios.
“Lo vi hacer todo por amor a Jesús”, contó Cecilia Rennison, quien desde los grupos de oración del Movimiento, en 1980, fue a misionar al barrio San Atilio de José C. Paz, en donde José María era el sacerdote del lugar. “¡Alabo al Padre, junto con el pueblo sencillo lleno de dolor y gratitud, porque este barrio periférico del conurbano fue visitado por el cielo ‘teñido de Vasco’!”,escribió en una red social Gabriel Vera, quien pertenecía al barrio.
“José, nos dejaste la huella del Evangelio”,expresó Daniel Rodríguez Novo, miembro del Movimiento de la Palabra de Dios desde los comienzos de la Obra, con quien en los últimos años José había compartido el servicio pastoral en la Convivencia del Cursillo de Evangelización para adultos.
El 7 de marzo de este año, gran cantidad de hermanos del Movimiento, amigos y feligreses, se acercaron a la Parroquia Santa Lucía de Florencio Varela, de la cual José María Aguirre era párroco, para despedir a “Chema”, como algunos le decían en su país natal, o al “Vasco”, como lo llamaban los cercanos en Argentina.
Mónica Maza, una antigua conocida de Balcarce, provincia de Buenos Aires, escribió: “Tengo tanto por que dar gracias, tanto por que sentir gozo; Dios te puso en mi camino en un tiempo difícil y fuiste instrumento de Él en mi vida. Como buen pastor, te adelantaste al cielo preparando el camino. No puedo parar de llorar y también imagino tu sonrisa contemplando la luz que brilla para ti eternamente y a Dios, que también te sonríe”.
Así, tantos otros fueron expresando sus testimonios de agradecimiento por el don recibido al haber compartido un trecho de la vida de José. Entre estos, recibimos la semblanza que escribió el Padre Pablo Ricco, sacerdote nazareno, que también fue párroco del lugar y miembro de su comunidad consagrada de Nazaret. La reproducimos a continuación:
Desde la tristeza por la pérdida y la certeza de la Pascua en el corazón, le agradezco a nuestro Buen Dios el privilegio de haber compartido durante nueve años la vida comunitaria en Nazaret y el trabajo pastoral en la Parroquia Santa Lucia de Florencio Varela con José María.
El “Vasco” era un hombre de oración. Cada mañana pasaba largo tiempo delante del sagrario; ese era su lugar para llegar a todos, y también en ese ámbito de intimidad con Dios era donde renovaba su vida consagrada. Una y otra vez leía y releía a Santa Teresa de Jesús, a San Juan de la Cruz y a Santa Teresita del niño Jesús, sus amigos que lo animaban en la búsqueda de la santidad.
José no solo rezaba por sus ovejas, sino que también se preocupaba por ellas, especialmente las alejadas y salía a buscar a las que se perdían en el camino. Cuánto le entristecía que se apartaran de Jesús, especialmente de la eucaristía y del abrazo de la reconciliación. Y allí iba, en bicicleta, a buscarlas, a golpear sus puertas, a llamarlas por el nombre, a invitarlas a volver.
Su corazón latía de amor por Jesús y por la Iglesia, siempre dispuesto a ofrecer su servicio ministerial donde el Pueblo de Dios lo necesitara. Su corazón eclesial lo movía a gestar la comunión con distintas realidades y carismas. Estaba disponible tanto para ir a celebrar la misa a una capilla alejada como para ofrecer un servicio en la diócesis, para dar una mano a la carpa misionera, como para anunciar el Evangelio en el colegio. Estaba disponible para ir los lunes temprano a celebrar misa al santuario de las hermanas de Schoenstatt, como para colaborar con la Fazenda de la Esperanza.
Nunca dejó de buscar la voluntad de Dios. Así llegó a la Argentina, a la que hizo su propia tierra, como hizo propios al mate y al truco. En un momento de su vida, empezó a compartir y rezar en comunidad desde el carisma del Movimiento de la Palabra de Dios con gente sencilla del barrio San Atilio de José C. Paz. Esto enriqueció su vida sacerdotal y consagrada y luego de un largo discernimiento pastoral, dejó la Congregación de los Misioneros de la Sagrada Familia para entrar en la vida consagrada de Nazaret Masculino en el Movimiento de la Palabra de Dios.
Como buen sacerdote, recibía a todos en el sacramento de la reconciliación. Su sonrisa serena, su mirada transparente, su capacidad de escuchar y su abrazo fuerte eran reflejo de la misericordia del Padre. Su consejo sabio y prudente ayudaba a muchos a recorrer la senda del Evangelio.
Como misionero era incansable; a los once años levantó la mano en su pueblo natal ante la pregunta “¿quién quiere ser misionero?” y nunca más volvió a bajarla. Puso todas sus fuerzas al servicio de la misión. ¡Cuánto le preocupaba poder llegar a la mayor cantidad de personas con la Buena Notica de Jesús!; su esfuerzo en desarrollar estructuras misioneras permanentes y los círculos de la Virgen, entre muchas otras cosas, eran reflejo de esto.
En la vida cotidiana era servicial, bien dispuesto al trabajo más fatigoso como cortar el pasto o podar los árboles como también a los quehaceres domésticos más sencillos como planchar o cocinar guiso de lentejas. Quienes compartimos la vida con él supimos de su simpleza que siempre facilitaba la vida en común.
Era humilde, no buscaba los primeros lugares. Decía que prefería secundar, pero a la vez tenía el empuje de un tractor. Confiaba plenamente en la providencia del Padre y en esa confianza se embarcaba en los proyectos que él creía que eran de Dios, como lo fue el nuevo templo para la comunidad de Santa Lucía.
Buscaba con honestidad vivir la pobreza evangélica y esto lo hacía cercano y creíble entre los más pobres y los enfermos, a quienes se acercaba con profunda caridad tanto en sus casas como en el Hospital de Florencio Varela. En su compromiso se notaba claramente su convencimiento en que la dignidad que trae a las personas la vida del Evangelio es insustituible.
Cuánto me enriquecieron tantos diálogos y no pocas discusiones con este hombre de Espíritu y cabeza dura a la vez. Fue un varón sin doblez, honesto, sin segundas intenciones, apasionado por la causa del Reino.
José María no era perfecto, tenía “sus cosas” como cualquier otro, pero sus virtudes resaltaban más que sus defectos. Cuando le preguntabas: “José ¿todo bien?”, él contestaba: “Todo bien, ¡en el cielo!”. ¡Ahora sí todo está bien! Le llegó la Pascua definitiva antes que la jubilación, lo encontró con los zapatos puestos y el corazón dispuesto a amar. A él le escuché decir que cada “cana” era una amenaza de eternidad y, desde allí, ahora el amor que desbordó su corazón se desplegará en bien de todos nosotros.
Le doy gracias a nuestro Dios que, en su providencia, puso en el comienzo de mi vida sacerdotal a este “buen cura” que, con su vida, me enseñó a ser sacerdote.
Publicado en Cristo Vive ¡Aleluia! Nº207 (mayo-junio 2017)