Un llamado a reconocernos como familia de Dios.

El amor del Padre irrumpe en nuestras vidas y se derrama entre nosotros como en un nuevo Pentecostés. Esta es la Primavera de la Iglesia, lo fue en todos los tiempos y siempre lo será: el Pentecostés del amor.
En la Carta a los Romanos, en la que san Pablo anuncia la vida nueva que se recibe por la fe en Jesús y el bautismo, el apóstol dice estas palabras: “(…) el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5, 5).


El Pentecostés del amor lo vive la comunidad del cenáculo antes de ser anunciado. San Lucas nos atestigua que “todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración” (Hech 1,14). Así, la comunión en la oración produce en ellos el fruto de la unanimidad de corazón: son “hechos uno” en el amor de Dios.


San Cipriano de Cartago describe así a la Iglesia: “Es la muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Es el Pueblo que se congrega desde la dispersión del pecado y el desamor, y hecho comunidad a imagen de la comunidad trinitaria del amor de Dios.
En este sentido, podemos decir que el Pentecostés carismático (cf. Hech 2) es dado para que el Señor se manifieste en la comunidad del cenáculo, al derramar en ellos la gracia y la fuerza para anunciar a todos los hombres que les ofrece el Pentecostés del amor por la Pascua de Jesús. Y el fruto inmediato de este anuncio kerygmático y carismático es la multiplicación del Pentecostés del amor: “Los que recibieron su palabra se hicieron bautizar; y ese día se unieron a ellos alrededor de tres mil. Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hech 2, 41-42). Este es el camino de la gracia que el Señor derrama entre nosotros como comunidad eclesial…

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