Editorial de la Palabra de Dios

«MI EXPERIENCIA ES QUE LA VIDA LA VA LLEVANDO EL SEÑOR», EXPRESÓ EL PADRE RICARDO EN UNA ENTREVISTA QUE LE REALIZÓ CRISTO VIVE, ¡ALELUIA!, EN EL MARCO DE LA CELEBRACIÓN DE SU 50 ANIVERSARIO DE SACERDOCIO QUE SERÁ EL PRÓXIMO 13 DE DICIEMBRE. 

A los 36 años de edad, el Padre Ricardo Mártensen, fundador del Movimiento de la Palabra de Dios, recibió la gracia presbiteral en el Colegio Máximo de San Miguel, junto a su entonces compañero de estudios Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco. 

Una mañana de octubre, nos sentamos a conversar con el P. Ricardo en la cocina de la sede de la avenida San Juan, en la Ciudad de Buenos Aires y, mate en mano, lo invitamos a que nos comparta sobre su llamado a entregarle toda la vida a Dios. En un momento, mientras miraba el paso del Señor a lo largo de su vida, reflexionó: “Creo que si uno trata de ser fiel al Señor en el presente, las cosas van saliendo. La vida la lleva el Señor. Mi experiencia es esa”.

¿Qué podés contarnos de la partida de tu Rawson natal?

 A los 17 años yo ya vivía en Trelew donde había ido a estudiar al colegio estatal mixto. Estando allí recibí una beca del gobierno que me permitió viajar a Buenos Aires. Cuando llegué fui a vivir a un pensionado para estudiar Derecho que en sí no me gustaba mucho, pero la carrera tenía mucho de historia, la que siempre me ha atraído. Por otro lado, en aquella época, la Patagonia no estaba formada por provincias sino que era un conjunto de territorios nacionales donde el gobernador se manejaba como una especie de estanciero designado por el presidente. Los jóvenes queríamos que Chubut se transformara en provincia, y yo llegué a la Capital Federal con ese anhelo de trabajar políticamente por el sur.  

¿Y cómo recibiste el llamado al sacerdocio?

– Yo crecí en una familia católica convencional formada por mi papá Ricardo y mi mamá Délida, que fue quien sembró en mi la semilla de la fe. Era el mayor de cuatro hermanos. En mi adolescencia el texto del Evangelio que más me llegaba era cuando Jesús camina sobre las aguas y le dice a Pedro: «¡Hombre de poca fe ¿por qué dudaste?» (Mt 14,31). Con esa exhortación atravesé las crisis de la adolescencia. Me interpelaba esa frase «¿Por qué dudas?», y me sentía invitado a confiar.

En Buenos Aires seguí guardando una costumbre heredada de sur que era leer el Evangelio al levantarme. Me despertaba muy temprano, a eso de las 5 o 6 de la mañana, y leía el Evangelio. Y recuerdo perfectamente el momento en que recibí el llamado. Estaba cursando el segundo año de la carrera, eran los primeros días de agosto de 1951, antes de ponerme a preparar un examen de la materia Derecho Penal II, abrí el Evangelio al azar y el texto que leí fue Lucas 14,26: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre (…) y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo». Seguramente había leído ese texto en otras oportunidades, pero esa vez me resultó un “flash” tan fuerte que ya no pude seguir estudiando. Pasaron varios días y seguía sin poder estudiar por el impacto que me provocaba ese pasaje del Evangelio. Fue algo muy extraño. Quedé tomado por esa experiencia interior. Habrá pasado una semana de estar todo el tiempo pensando en ese texto, y entonces fui cayendo en la cuenta de que el Señor me estaba llamando a entregarme totalmente a él. Desde la Iglesia, lo único que yo conocía era el sacerdocio; hasta ese momento nunca había tenido un planteo vocacional.

¿Cómo fue que elegiste la Compañía de Jesús?

– Cuando sentí que tenía un llamado a la vida sacerdotal, empecé a leer historias de santos: San Francisco de Asís, San Francisco de Sales, San Ignacio de Loyola… Incluso me planteé si no estaba llamado a una vida contemplativa, a dedicarme sólo para Dios. Pero las dos cosas que más me llegaron de San Ignacio y su carisma fue por un lado su llamado a «vivir buscando la mayor gloria de Dios». Yo sentía que no me podía quedar a medias. Y, en segundo lugar, que eso suponía «saber discernir». No tenía una idea muy clara de lo que quería decir en la espiritualidad ignaciana la palabra «discernir», pero me sentía invitado a saber discernir lo que Dios quería «para mayor gloria suya». Así fue cómo me presenté al provincial de los jesuitas a través de un sacerdote muy conocido en aquel momento, el padre Guillermo Furlong, al cual había escuchado en una charla sobre historia.

En aquel momento conociste a Bergoglio, ¿cómo fue tu contacto con él? 

 – Nos conocimos en el noviciado. Al principio Jorge estudió en el seminario de Devoto y luego ingresó a la Compañía. Desde el noviciado hasta la ordenación estuvimos juntos. Formamos un equipo de estudio junto a otro seminarista y dio la casualidad de que los tres éramos hinchas de San Lorenzo (risas). Cursamos juntos las materias de formación docente.  Bergoglio y yo estuvimos trabajando juntos un año en el Colegio del Salvador en Buenos Aires. Yo tenía a cargo primero y segundo año, Jorge, tercero y cuarto. Él tenía una personalidad muy fuerte y era muy inteligente. En el colegio, la base era la disciplina y el silencio. Como a mí eso no me satisfacía como promoción humana, empecé a practicar con los alumnos ejercicios de autoconocimiento. Y fue una hermosa experiencia. Cuando los alumnos tenían hora libre en vez de comportarme como un celador, los invitaba a hacer ejercicios de autoconocimiento, y yo disponía aparte de una sala para conversar con los que tuvieran alguna inquietud. Esa experiencia la expresé en un folleto que aún conservo: “El Colegio como estructura de responsabilidad”.

Junto con María hago el camino de mi vida con Jesús.

¿Tenés alguna anécdota del día de tu ordenación?

-Fue el sábado 13 de diciembre de 1969. Nos ordenó el obispo emérito de Córdoba, Monseñor Ramón Castellano. Éramos cinco: Jorge Bergoglio, yo, y otros tres compañeros. Algo anecdótico es que en general no se sacaban fotos en una ceremonia de ordenación. Era parte de la sobriedad religiosa. Pero mi hermana Marta y su esposo Mario llevaron su máquina de fotos. Y por eso debo ser el único de los cinco que tiene fotos de ese día. Todavía no se las pude mostrar al Papa. Espero poder llevárselas en persona alguna vez.

Y pasaron los años… ¿Cómo fue que te contactaste con Monseñor Jorge Novak?

– Nosotros, de hecho, como Movimiento de la Palabra de Dios, nacimos en Buenos Aires, pero el arzobispo de ese momento no era gustoso de los nuevos carismas. Creo que la Providencia nos condujo a Quilmes a fines de 1979. Nuestra hermana Mercedes Guinle, participante de los grupos desde los inicios, se contactó con él y el obispo le expresó que fuera a verlo con un grupo de jóvenes de la Capital. En ese tiempo yo le oraba al Señor pidiéndole una baldosa de la Iglesia sobre la cual pudiera pararme y el Padre obispo mandó a llamarme. El día que estuve con él, Mons. Novak, después de escucharme, me ofreció recibirme con el carisma e incardinarme en su diócesis. Fui como vicario a la Catedral y después de hacer allí nuestro Retiro de Pascua, se formaron dos grupos de jóvenes y posteriormente otro de adultos, entre los que estaban los papás de esos jóvenes. Al mismo tiempo, el Padre obispo, le pidió al P. Orlando Yorio, que también era vicario y canonista, que me ayudara a escribir un estatuto del carisma. Así fue que en la Jornada de María de agosto de 1988 fue aprobado el estatuto de la Obra de modo definitivo. Por lo tanto, eclesialmente, nacimos en la diócesis de Quilmes, del cual soy sacerdote. ¡Gloria a Dios! 

Yendo más específicamente a tus 50 años de sacerdocio,
¿Qué fue lo que más te ayudó a mantenerte fiel a la gracia?

– Creo que si uno trata de ser fiel al Señor en el presente, las cosas van saliendo. La vida la va llevando el Señor. Esa es mi experiencia. Podría hacer mía la reflexión de San Pablo cuando recuerda todas las cosas que hizo en el servicio, pero después concluye «cuando fui débil, entonces fui fuerte» (Cf. 2Cor. 12,10), o sea: aprender a depender de la gracia de Dios. A lo largo de mi vida hay dos gracias que me sentí particularmente llamado a caminar: una es la que menciona Santa Teresa de Ávila, que la paciencia todo lo alcanza, aprender a ser paciente. Y por último, aprender a poner mi confianza en Dios, experimentar esa gracia particular de tener a Dios como mi Padre, y saber que junto con María hago el camino de mi vida con Jesús.

Equipo de Redacción

Publicado en la Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº220 (NOV-DIC 2019)