Un imprevisto puso en juego la confianza de un matrimonio en las promesas del Señor.

Con Carlos nos casamos con la certeza de que nuestro matrimonio era un proyecto de Dios. Lo hicimos diciéndole a Él que queríamos hacer su voluntad en todo momento y que deseábamos buscarla y amarla. Pero no tomamos en cuenta que eso era un compromiso con nuestro Creador y que Él no se toma nada a la ligera.

Los dos somos médicos. Yo debía empezar el año de Medicatura rural para poder ejercer mi profesión y Carlos quería comenzar un posgrado. Aunque pusimos el proyecto en manos de Dios, anhelábamos que se concretara. Por algunos inconvenientes, Carlos no entró al posgrado. A pesar de no entender, no dejamos de confiar.

A los tres meses de casados, y sin tenerlo en nuestros planes, quedé embarazada. Pensé que primero yo quería hacer otras cosas, y sentir que perdía el control sobre mi vida me costó. Luego de un tiempo, la carga emocional ligada a la sensación de tener que “hacer la voluntad de Dios a toda costa” desapareció. Solo quedaba la realidad de que debía optar por ella sin nada de por medio y aceptarla con amor. Al orar sinceramente con el Señor, Él me regaló un pasaje del Evangelio: “Después tomó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: ‘El que recibe a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe, no me recibe a mí, sino a aquel que me ha enviado’” (Mc 9, 36-37). Lo sentí como una confirmación de que realmente esa era su voluntad, de que una vida nueva nunca es un error. Jesús mismo abrazaba a nuestro futuro hijo y nos lo enviaba especialmente.

Durante el embarazo nos dimos cuenta de que el Señor no había permitido que Carlos entrara a un posgrado porque Él quería otra cosa primero para nosotros, que disfrutáramos del “ser familia” no de la forma acelerada que propone el mundo sino a su modo. Siempre nos acompañó la providencia: fue un embarazo sano, recibimos la compañía de los hermanos en cada comunidad y hasta ganamos la cuna en un sorteo. Incluso fue Carlos quien recibió a nuestro hijo, Rafa, al mundo, ya que él trabaja en obstetricia.

Con mi esposo participamos de los grupos y tenemos diversos servicios, por lo que Rafa pasa mucho tiempo en la sede del Movimiento. Él reconoce muy bien el oratorio y siempre me recuerda saludar a Jesús en el sagrario; lleva su guitarra de juguete al servicio musical y disfruta de cada canción. Es parte de nuestras reuniones de equipo, de los festejos más informales, y reconoce, de a poco, a cada hermano de comunidad como familia suya. Dios no permitió que la maternidad  y la paternidad detuvieran nuestro camino ni servicios. Los posgrados probablemente lo hubieran hecho. 

Ofrecimos esa parte de nuestra realización humana para conformar una familia como Dios quiere, para darle el lugar que se merece a Jesús que está en Rafa. 

Es difícil la lucha cotidiana cuando otros amigos siguen su proyecto personal y uno siente que el tiempo va pasando; cuando algunos compañeros del trabajo de Carlos tienen al menos dos mientras que él ha elegido tener solo uno para pasar más tiempo con nosotros; cuando a fin de mes estamos ajustados con las cuentas porque elegí quedarme en casa y no trabajar, y un bebé demanda gastos…

No sé cómo sería mi vida si no continuara buscando la voluntad de Dios en su Palabra desde el discernimiento. Aún hay cosas que quiero hacer, como un posgrado… Aunque sé que en algún momento voy a tener completo el plan que pensé para mi vida, lo que lo hace perfecto son los tiempos de Dios. No fueron los míos y ahora me alegra que haya sido así. 

Isabelle Vizuete
Quito, Ecuador

Publicado en Revista Cristo Vive ¡Aleluia! Nº 200 (NOV-DIC 2015)